poesía para el alma y tu corazón
esta página fue creada para expresarnos libremente de lo que no sale del corazón y del alma
Cuando empezó nuestra amistad?
¿Cuándo empezó nuestra amistad? No lo sé.
No es necesario recordar el día exacto en que comenzó una amistad.
Tal vez en un principio no tenías previsto que algún día aquella persona iba a ser tu amiga.
Pero, a lo largo del tiempo, sin proponértelo, se fue fraguando la confianza, el respeto, la tolerancia, el cariño...
Siempre que sonríes, se apaga una tristeza y se enciende una esperanza.
Muchas personas entran y salen de nuestra vida, pero sólo los(as verdaderos(as) amigos(as) dejan marcas en el corazón.
Para tus negocios, usa la cabeza.
Para estar con los demás, usa el corazón.
El que pierde dinero, pierde mucho; el que pierde un amigo, pierde mucho más, pero el que pierde la fe, lo pierde todo.
Las personas jóvenes y bonitas son accidentes de la naturaleza, pero las personas adultas y leales son obras de arte creadas a lo largo de mucho tiempo.
Ayer es historia; mañana, un misterio, y hoy es un regalo, por eso se llama presente.
LAS PERSONAS SON REGALOS
Las personas son regalos que la vida me ha dado.
Ya vienen envueltas, algunas en forma muy bella y otras de una manera menos atractiva.
Algunos han sido maltratados en el correo; otros llegan como "Entrega Especial";
Algunos llegan envueltos, otros cerrados con gran rigidez.
Pero la envoltura no es el regalo y es importante darse cuenta de esto.
Es muy fácil equivocarse en este sentido, juzgando el contenido por el estuche.
A veces el regalo se abre con facilidad; otras se necesita la ayuda de otras personas.
Tal vez es porque tiene miedo, quizá han sido heridas antes y no quieren ser lastimadas de nuevo.
Pudo ser que alguna vez se abrieron y luego se descartaron.
Quizá ahora se sienten más bien como "cosas" que como seres humanos.
Yo soy una persona. Como todas las demás personas también soy un regalo. Poseo una bondad que es sólo mía.
Y sin embargo, algunas veces tengo miedo de mirar dentro de mi envoltura.
Tal vez temo decepcionarme, quizá no confío en el que llevo dentro. Pudiera ser que en realidad nunca he aceptado el regalo que soy.
Cada encuentro y comunicación entre personas es un intercambio de regalos.
Mi regalo soy yo, tú eres tu regalo.
Somo obsequios de Dios unos para otros.
Es difícil pensar en ocasiones que aquel que me ha lastimado es también un regalo de Dios, pero si vemos la ofensa como una envoltura maltratada y no nos quedamos con ella, seguramente encontraremos un hermoso regalo, pues de cada suceso Dios nos tiene una enseñanza para crecer en su amor, en nuestra fe.........
Nosotros mismos podemos tener una envoltura tan maltratada por el tiempo y/o las circunstancias, pero lo que llevamos dentro siempre será hermoso, pues quien lo puso ahí es nuestro Creador, solo tendríamos que ver hacia adentro y estar listos para darnos.......descubre en tu interior todos los dones con los que El Señor te conformó y sé el digno regalo para los que te necesitamos.
Aquí les compartimos estos videos.
Y cómo hacer callar estos silencios que gritan que te olviden, cómo sacar de mis pensamientos tus recuerdos, cómo decirle al viento que no me traiga tus aromas, cómo impedir que el sol no me bese en las mañanas, como seguir viviendo sin ti, aunque sé que no me amas, como fingir que por ti no siento nada, como sonreir ante la gente, y llorar en mi almohada, cómo arrojar al agua las ternuras de esta sed que no se sacia, cómo desnudar el alma y saber que ya no es alma de tu alma, cómo callar esta nostalgia, cómo escribir poemas si tú eres mi única metáfora, cómo decirle adiós a la persona que uno ama, cómo?
"-¿Pero tú me amas?— Preguntó Alicia.
-¡No, no te amo!— Respondió el Conejo Blanco.
Alicia arrugó la frente y comenzó a frotarse las manos, como hacía siempre cuando se sentía herida.
-¿Lo ves?— Dijo el Conejo Blanco.
Ahora te estarás preguntando qué te hace tan imperfecta, qué has hecho mal para que no consiga amarte al menos un poco.
Y es por eso mismo que no puedo amarte.
No siempre te amarán Alicia, habrá días en los cuales estarán cansados, enojados con la vida, con la cabeza en las nubes y te lastimarán.
Porque la gente es así, siempre acaba pisoteando los sentimientos de los demás, a veces por descuido, incomprensiones o conflictos con sí mismos.
Y si no te amas al menos un poco, si no creas una coraza de amor propio y felicidad alrededor de tu corazón, los débiles dardos de la gente se harán letales y te destruirán.
La primera vez que te vi hice un pacto conmigo mismo : "¡Evitaré amarte hasta que no hayas aprendido a amarte a ti misma!"
Por eso, Alicia, no, no te amo."
- Atribuido a Lewis Carroll
Actor desconocido..
Yo quiero una relación donde los dos salgamos juntos adelante. Una relación con un "te quiero" sincero. Un "discúlpame por haber hecho eso". Una relación donde el orgullo se deje en segundo plano por el bien de los dos. Donde nos sintamos a gusto con nuestras opiniones y nuestros defectos. Donde nuestras familias nos tengan confianza y no se llenen la boca hablando de nosotros. Yo la verdad no estoy para algo de un rato, que si un beso o un abrazo o luego olvidarnos, quiero estabilidad y eso es lo que puedo ofrecerte, apoyo y atención. Tomalo o dejalo
No digas que sabes amar cuando tu celular dice todo lo contrario, no digas que eres fiel cuando mandas mensajes secretos, no publiques tu amor cuando tu hipocresia se refleja hasta en tu sonrisa...🤨🤨
Aquí les compartimos está frase, para que se la dediquen a la novia; o al novio.
Capítulo VIII
EL
INTERIOR DE LITTLEGREEN HOUSE
Cuando
salimos del cementerio, Poirot se dirigió apresuradamente hacia
Littlegreen House. Deduje
que desempeñaría todavía el papel de posible comprador. Llevaba en la mano diversos
permisos que le diera el corredor de fincas y el correspondiente a
Littlegreen House estaba encima de todos ellos. Empujó la cancela y recorrió el
sendero hasta la puerta principal de la casa.
En esta
ocasión nuestro amigo el terrier no estaba a la vista; pero sus
ladridos se oían en el
interior de la casa, aunque a distancia. Supuse que estaría en la
cocina.
Al momento
se oy eron unos pasos que cruzaban el vestíbulo y nos abrió la
puerta una mujer de rostro
agradable. Aparentaba tener de cincuenta a sesenta años y su aspecto era, a todas luces,
el de una sirvienta chapada a la antigua; de las que tan raramente se ven en estos
días.
Poirot
presentó sus permisos.
—Sí, señor.
El agente ha telefoneado. ¿Quiere pasar por aquí, señor? Observé que las contraventanas,
cerradas cuando efectuamos nuestra primera visita para explorar el
terreno, estaban ahora abiertas de par en par, esperando seguramente a que llegáramos
nosotros. Me di cuenta de que todo estaba cuidadosamente limpio y bien
conservado. Ello evidenciaba que nuestra guía era una mujer concienzuda en sumo
tirado.
—Éste es el
cuarto de estar, señor.
Lancé
alrededor una mirada de aprobación. Era una habitación agradable,
con anchas ventanas que
daban a la calle. Estaba provista de buenos y sólidos muebles de estilo antiguo, la may oría
de ellos victorianos; pero vi también una librería Chipendale y un juego de
bonitas sillas Hepplewhite.
Poirot y y o
nos conducíamos como suele hacerlo la gente cuando le están
enseñando una casa. Nos
deteníamos ante los muebles, mirándolos con mucho sosiego y murmurando observaciones,
tales como: « Muy bonito.» « ¿Ha dicho usted que es el cuarto de
estar?»
Atravesamos el vestíbulo y la criada
nos condujo a la habitación opuesta. Era mucho más grande que la
anterior.
—El
comedor, señor.
Era en su
totalidad de estilo victoriano. El mobiliario estaba compuesto por
una pesada mesa de caoba,
un aparador macizo de la misma madera, con racimos de fruta esculpidos y
sólidas sillas tapizadas de cuero. De las paredes colgaban algunos retratos de
familia.
El terrier
continuaba ladrando desde cualquier lugar oculto. Pero de pronto,
el escándalo
aumentó de volumen. Con un crescendo de agudos ladridos, se
oy ó su galope por el
vestíbulo.
—« ¿Quién ha
entrado en la casa? ¡Le voy a hacer pedazos!» , parecía decir.
El perro llegó al umbral de
la puerta husmeando violentamente. —¡Oh, Bob!, qué perro tan
travieso… —exclamó la mujer—. No se asusten. No les hará daño…
En efecto,
una vez que Bob localizó a los intrusos cambió completamente
de modales. Entró
bulliciosamente en el comedor y efectuó su propia presentación
de una forma muy
agradable.
—Encantado
de conoceros —observó mientras olfateaba alrededor de nuestros tobillos—. Perdonaréis tanto
ruido, ¿no es cierto? Es un trabajo que debo hacer. Hay que tener cuidado con quien
se deja entrar, ¿no os parece? Paso una vida muy aburrida y en realidad, no
sabéis lo que me alegro cuando veo una cara nueva. Tienes perros,
¿verdad?
—Es bonito
el bicho —dije a la mujer—. Aunque necesita que lo esquilen un
poco.
—Sí, señor.
Por lo general, lo esquilamos tres veces al año. —¿Tiene mucha edad?
—No, señor.
Todavía no tiene seis años. Pero a veces se porta como si fuera
un cachorro. Coge las
zapatillas de la cocinera y hace cabriolas con ellas. Es muy dócil, aunque nadie lo diría al
oír la bulla que mete. La única persona a quien no quiere es al cartero. Es el
único que lo saca de quicio.
Bob
estaba ahora investigando las perneras de los pantalones de Poirot.
Después de haber husmeado a
su gusto lanzó un prolongado resoplido. —¡Hum!, no está mal; pero me parece
que no le gustan los perros. Se volvió hacia mí ladeando la cabeza
y mirándome, como si esperara alguna cosa.
—No sé por
qué los perros han de atacar siempre a los carteros —comentó
nuestra guía.
—Es una
forma de discutir —explicó Poirot—. El perro se basa en una razón.
Es inteligente y hace sus
deducciones de acuerdo con su punto de vista. Hay gente que puede entrar en casa y hay
quien no lo puede hacer; esto lo aprenden pronto los perros. Eh bien,
¿cuál es la persona que con más insistencia trata de que la admitan en la casa, llamando
dos o tres veces al día y que en ninguna ocasión consigue que le dejen
entrar? El cartero. Está claro, pues, que es un huésped indeseable, desde el punto
de vista del dueño de la casa. Se le despide siempre, una vez que ha cumplido su
deber; pero vuelve después insistiendo sobre lo mismo. Por lo tanto, la
obligación de un perro no es dudosa. Debe prestar su ay uda para ahuy entar a este hombre
y, si es posible, morderle. Es un proceder altamente razonable.
Señaló a
Bob.
—Da la
impresión de ser un bicho muy inteligente. —Lo es; sí, señor. A veces parece
humano.
La mujer
abrió otra puerta.
—El salón,
señor.
La vista del
salón hacía rememorar tiempos pasados. Una ligera fragancia lo
envolvía. Los cortinajes y
tapicerías estaban usados y las guirnaldas de rosa estampadas en ellos presentaban un
color desvaído. De las paredes colgaban varios grabados y acuarelas. Había
gran cantidad de porcelanas; frágiles pastores y pastorcillas. Almohadones bordados a
realce. Fotografías descoloridas, en primorosos marcos de plata. Varios
costureros y mesillas para té, con delicadas incrustaciones. Pero lo que me pareció
más interesante de todo aquello fueron dos damas, exquisitamente recortadas
en papel de seda, que se veían bajo unas campanas de cristal. Una de ellas
hilaba y la otra tenía un gato sobre las rodillas.
Me envolvía
el ambiente de épocas pretéritas; de comodidad, de refinamiento, de « damas y caballeros»
… Esto era un « gabinete» . Aquí se acomodaban las señoras para hacer sus
labores y si alguna vez se encendía un ci******lo por un privilegiado miembro
del s**o fuerte, ¡qué manera de sacudir los cortinajes y orear la habitación
cuando aquél se marchaba!
De pronto me
fijé en Bob. Estaba sentado mirando atentamente una elegante
mesa, bajo cuy o tablero se
veían dos cajones.
Al darse
cuenta de mi observación, lanzó un corto y quejumbroso aullido,
mientras su mirada pasaba de
mí a la mesa.
—¿Qué es lo
que quieres? —pregunté.
Sin duda
alguna, el interés que nos tomábamos por Bob complacía a la
criada que, por lo visto,
estaba muy encariñada con él.
—Es su
pelota, señor. La guardábamos siempre en ese cajón. Por eso se pone
ahí y la pide.
Cambió de
voz y se dirigió al perro con un falsete estridente: —Ya no está ahí, perrito mono. La
pelota de Bob está en la cocina. En la cocina, Bob…
El
terrier lanzó una mirada impaciente a Poirot.
—Esta
mujer es tonta —parecía decir—. Tú tienes aspecto de ser un
individuo inteligente. Las
pelotas se guardan en determinados sitios, y este cajón es un de ellos. Siempre se ha
guardado aquí una pelota. Por lo tanto, ahí mismo debe estar ahora. Esto es lógica
canina, ¿no es cierto?
—No está
aquí, chico —dije.
Me miró
con aire de duda. Cuando salimos de la habitación nos siguió
lentamente, como si no
estuviera convencido del todo.
La mujer
nos enseñó después varios armarios; un guardarropa instalado bajo
la escalera y una pequeña
alacena, « donde la señora solía guardar las flores, señor» .
—¿Estuvo
usted mucho tiempo al servicio de su señora? —preguntó Poirot.
—Veintidós años, señor.
—¿Cuida
usted sola de la casa?
—La cocinera
y y o, señor.
—¿También ha
servido durante tiempo a la señorita Arundell? —preguntó a la
criada.
—Solamente
cuatro años, señor. La antigua cocinera murió.
—Suponiendo
que adquiriera la casa, ¿estaría usted dispuesta a quedarse a mi
servicio?
La mujer se
sonrió ligeramente.
—Es usted
muy amable, señor; pero pienso dejar el servicio. La señora me
legó una pequeña cantidad y
tengo el propósito de ir a vivir con mi hermana. Si me he quedado aquí ha sido tan sólo
para hacerle un favor a la señorita Lawson. Estaré al cuidado de la casa hasta que
se venda.
Poirot
asintió.
En el
silencio que siguió pudo oírse un nuevo ruido: Bump, bump, bump. Un
ruido que crecía en volumen
y parecía descender del piso superior.
—Es
Bob, señor —dijo la criada sonriendo—. Ha cogido la pelota y
hace que salte de peldaño en
peldaño. Le gusta mucho ese juego.
Llegamos al
pie de la escalera al mismo tiempo que una pelota de goma
negra rebotaba sobre el
último escalón. La cogí y miré hacia arriba. Bob estaba
tendido en el borde superior
de la escalera, con las patas delanteras extendidas y moviendo alegremente la cola. Le lancé
la pelota. La cogió limpiamente con la boca, la mordió durante unos momentos
con verdadero deleite y luego la dejó caer entre sus patas. Después la
empujó un poco con la nariz hasta que llegó al borde del primer peldaño y volvió a
saltar escaleras abajo. A medida que la pelota avanzaba, Bob movía la
cola con más energía.
—Así estaría
durante horas enteras, señor. Es su juego predilecto. Todo el día,
así lo pasa. Ya está bien,
Bob. Los caballeros tienen algo más importante que
hacer, que jugar
contigo.
Un perro
es un gran promotor de relaciones amistosas. Nuestro interés por
Bob había roto por
completo la reserva natural de la buena sirvienta. Cuando
subimos al piso superior
para ver los dormitorios, nuestra guía hablaba locuazmente, contándonos diversas
anécdotas sobre la maravillosa sagacidad de Bob. La pelota quedó al pie
de la escalera y cuando pasamos junto al perro éste nos lanzó una mirada de profundo
disgusto, mientras empezaba a descender los peldaños para recoger su juguete. Al
volver le vi que subía lentamente con la pelota en la boca y el aspecto de un
viejecito a quien personas sin conciencia hubieran obligado a realizar un
esfuerzo con toda evidencia impropio de su edad.
A medida
que recorríamos las habitaciones, Poirot iba sonsacando gradualmente a la mujer.
—Creo que
fueron cuatro las señoritas Arundell que vivieron aquí, ¿verdad?
—Al principio, sí, señor;
pero eso fue antes de que y o entrara en esta casa. Sólo quedaban la señorita Agnes y la
señorita Emily cuando y o vine, y la primera murió pocos años después. Era
la más joven de la familia. Parece extraño que muriera antes que su
hermana.
—Seguramente
no sería tan fuerte como ella.
—No, señor.
Eso fue lo extraño. Mi señorita Emily siempre estaba delicada.
Ha dado mucho quehacer a los
médicos durante toda su vida. La señorita Agnes fue siempre fuerte y robusta; sin
embargo, fue la primera en dejarnos. No obstante, la señorita Emily, que
estuvo delicada desde niña, sobrevivió a toda la familia. A veces pasan cosas muy
raras.
—Es
asombroso cómo se produce a menudo ese caso.
Y Poirot se
lanzó a relatar una fantástica historia sobre un hipotético tío suy
o, inválido; cuento que no
quiero molestarme en repetirlo aquí. Baste decir que produjo el efecto que deseaba. Las
discusiones sobre la muerte y cosas por el estilo, desatan con más facilidad la
lengua de los hombres que cualquier tema. Poirot se encontró entonces en
disposición de formular preguntas que hubieran sido acogidas con sospechosa
hostilidad veinte minutos antes.
—¿Fue muy
larga y dolorosa la enfermedad de la señorita Emily ? —No; no puede decirse que lo fuera,
señor. Había estado achacosa durante mucho tiempo; desde hacía dos
inviernos. Era muy malo lo que tenía: ictericia. Se le puso amarilla la cara y hasta el
blanco de los ojos.
—Oh, sí;
realmente… (Aquí una anécdota sobre un irreal primo de Poirot que
parecía el mismo Peligro
Amarillo en persona.)
—Eso es… tal
como usted lo dice, señor. Es horrible esa enfermedad: ¡pobre
señorita! No pueden soportar
nada. Le aseguro que el doctor Grainger dudaba que curara de ella. Pero la trataba de
una forma admirable… amedrentándola. « ¿Se ha hecho y a el ánimo de
tenderse en la cama y encargar la lápida?» , le decía. Y ella le replicaba: « Todavía
me quedan dentro unas pocas ganas de luchar, doctor.» « Eso está bien» ,
contestaba él. « Esto es lo que me gusta oír.» Tuvimos una enfermera del hospital
que se figuró que aquello era un caso perdido; hasta le dijo al médico, en
cierta ocasión, que le parecía mejor no preocupar a la señora forzándola a
tomar alimento; pero el doctor le reconvino su manera de pensar. « Tonterías» ,
dijo « ¿Preocuparse de ella? Lo que debe hacer es intimidarla un poco en esa
cuestión. Extracto de carne a tal y tal hora; cucharaditas de coñac…» Y al final
le dijo algo que nunca olvidaré: « Es usted joven, muchacha. No se da cuenta de
la cantidad de resistencia y ganas de luchar que proporciona la edad. Son
los jóvenes quienes se dejan caer y mueren, porque no tienen suficiente interés
por vivir. Muéstreme usted alguien que hay a vivido más de setenta años y tendrá
delante a un buen luchador… alguien que tiene ganas de vivir.» Y es verdad,
señor… A menudo he pensado: « ¡Qué dignos de admiración son los ancianos! ¡Qué
vitalidad y qué interés tienen por conservar sus facultades!» Tal como dijo el
doctor, precisamente por eso llegan a esas edades.
—Es muy
profundo lo que está usted diciendo… muy profundo. ¿Era así la
señorita Arundell? ¿Muy
rica? ¿Muy interesada en vivir?
—¡Oh, sí;
desde luego, señor! Tenía poca salud, pero su cerebro funcionaba
muy bien. Y siguiendo con lo
que decía, la señorita salió de su enfermedad con gran sorpresa de la enfermera. Era una
joven muy engreída; siempre llevaba los cuellos y los puños almidonados. Había
que servirla pronto y bien y pedía té a todas horas.
—¿Fue buena
la convalecencia?
—Sí, señor.
Aunque, como es natural, al principio la señora tuvo que seguir
una rigurosa dieta. Todo lo
que comía debía estar hervido; los alimentos no debían contener grasas ni se le permitía
comer huevos. Fue muy monótono para ella. —Pero lo importante era que se pusiera
bien.
—Sí, señor.
Tuvo pequeñas recaídas. Lo que y o llamo ataques de bilis. A
veces era muy cuidadosa con
lo que comía; pero así y todo, esos ataques no fueron de cuidado hasta que sobrevino
el último.
—¿Fue
justamente igual al que tuvo dos años antes?
—Sí; lo
mismo, señor. Esa pícara ictericia. Otra vez el terrible color
amarillo; las horribles
náuseas y todo lo demás. Me temo que la pobre tuvo la culpa de lo
que le pasó. Comió una
porción de cosas que no debía haber probado. Porque cada noche que teníamos invitados,
ordenaba preparar un plato de curry[3] para la
cena, y y a sabe usted, señor, que el curry contiene gran
cantidad de especias y es
oleaginoso.
—El ataque
le sobrevino de repente, ¿no es eso?
—Bueno; así
parecía, señor. Pero el doctor Grainger dijo que se había estado
fraguando desde hacía
tiempo. Cogió un resfriado, pues el tiempo había sido muy
variable aquellos días, y
comió demasiadas cosas sazonadas con curry.
—Seguramente su señora, de
compañía… la señorita Lawson, creo… debió disuadirla de que comiera de esos
platos.
—¡Oh!; no
creo que la señorita Lawson tuviera ocasión de ello. La señora no
era de las que aceptan
órdenes.
—¿Estuvo
con ella la señorita Lawson durante su primera enfermedad?
—No; entró después a su
servicio. Estuvo con la señora cerca de un año. —Entonces, ¿es de suponer que antes
tuvo otras señoras de compañía? —Gran número de ellas, señor.
—Ya veo
que no permanecían a su lado tanto tiempo como el resto del
servicio —dijo Poirot
sonriendo.
La mujer
se sonrojó.
—Ya
comprenderá usted que es diferente, señor. La señorita Arundell no
salía mucho de casa
y con unas cosas y otras…
Hizo una
pausa y Poirot la estuvo contemplando durante un minuto hasta que
comentó:
—Conozco un
poco la mentalidad de las señoras ancianas. Les gusta horrores
la novedad. Y quizá,
profundizan hasta el fondo de cada persona.
—Se nota que
es usted un experto, señor. Acertó exactamente. Cuando llegaba una nueva señora de compañía,
la señorita Arundell se interesaba siempre por ella, preguntándole acerca
de su vida, su infancia, dónde había estado y qué pensaba de las cosas.
Luego, cuando y a estaba enterada de todo, se… bueno, supongo que se « aburría»
es la palabra adecuada.
—Eso es.
Pero hablando entre nosotros, las señoras que se dedican a tal
oficio no son, por lo
general, ni muy interesantes, ni muy divertidas, ¿no le parece?
—Desde luego
que no, señor. La may oría de ellas son unas pobres de espíritu.
Tontas, sin ninguna clase de
duda. La señorita Arundell pronto las calaba, por decirlo así. Y entonces hacía un
cambio y tomaba otra a su servicio. —Me figuro que debió estar muy
contenta con la señorita Lawson. —¡Oh!, no lo crea, señor.
—Pero al
menos tenía un carácter destacado.
—No lo
estimo y o así, señor. Es una persona completamente ordinaria.
—Le disgusta a usted,
¿verdad?
La mujer se
encogió ligeramente de hombros.
—No tiene
nada para gustar o disgustar. Muy minuciosa; de edad mediana y
llena hasta los topes de
esas tonterías acerca de los espíritus.
—¿Espíritus?
—preguntó Poirot, alerta.
—Sí, señor;
espíritus. Se sientan en la oscuridad, alrededor de una mesa y los
difuntos acuden y hablan.
Algo completamente irreligioso, según digo y o. Como si no supiéramos que las almas, al
partir de este mundo, tienen su sitio adecuado y no lo abandonan.
—Así es que
la señorita Lawson es espiritista. ¿Era también crey ente la
señorita Arundell?
—A la
señorita Lawson le hubiera gustado —estalló la mujer. Había en su tono una especie de
malicia satisfecha. —¿Pero
no llegó a serlo? —persistió Poirot.
—La señora
tenía demasiado sentido común —refunfuñó la sirvienta—. Le
aseguro que no puedo decir
si todo aquello la divertía. « Deseo que me convenza» , decía. Pero a menudo se
quedaba mirando a la señorita Lawson como si dijera: « Pobrecilla, ¡qué
tonta eres al creer todo eso!» —Comprendo. No creía en nada de
aquello, pero le servía de distracción. —Eso es, señor. A veces he pensado
si la señora no… bueno, no se divirtió un poco, por decirlo así, empujando la
mesa y haciendo cosas por el estilo, mientras los demás estaban más serios que
unos jueces.
—¿Los
demás?
—La señorita
Lawson y las dos señoritas Tripp.
—Entonces,
¿la señorita Lawson es una espiritista absolutamente convencida?
—Cree en ello como en el
Evangelio, señor.
—¿Y la
señorita Arundell estaba muy ligada a ella pese a ello? ¿No es eso?
—Tal cosa sería algo
discutible, señor.
—Pero si le
dejó cuanto tenía… —dijo Poirot—. ¿No lo hizo así? El cambio fue inmediato. El ser humano
se desvaneció y la correcta sirvienta volvió a reaparecer. La mujer se
irguió y dijo con voz carente de inflexión que llevaba implícita una repulsa a
cualquier familiaridad:
—La forma en
que la señora legó su dinero es cosa que difícilmente puede
incumbirle, señor.
Presentí que
a Poirot se le había estropeado el juego. Una vez que puso a la
mujer en plan de que la
conversación fuera amistosa, había procedido a explotar la ventaja. Fue lo bastante prudente
para no realizar ningún intento inmediato con el fin de recobrar el tiempo perdido.
Después de una vulgar observación acerca del tamaño y número de los
dormitorios, se dirigió a la escalera.
Bob
había desaparecido, pero cuando llegué al primer peldaño resbalé y
casi caí al suelo. Me cogí
al pasamano y mirando a mis pies, vi que, inadvertidamente, había puesto uno de
ellos sobre la pelota que el perro dejó allí. La mujer se excusó rápidamente.
—Lo siento,
señor. Bob tiene la culpa. Deja siempre la pelota ahí. Y no
se puede distinguir por ser
tan oscura la alfombra. Cualquier día alguien sufrirá un serio accidente. La pobre señora tuvo
una desagradable caída a causa de ello. Pudo muy bien matarse.
Poirot se
detuvo de pronto en la escalera.
—¿Dijo usted
que sufrió un accidente?
—Sí, señor.
Bob se dejó la pelota aquí, como de costumbre y la señora
salió de su habitación,
resbaló y cay ó escaleras abajo. Pudo haberse matado. —¿Se lastimó mucho?
—No tanto
como era de temer. Tuvo mucha serte, según dijo el doctor
Grainger. Se hizo un corte
en la cabeza, una magulladura en la espalda, contusiones y sufrió un intenso
shock. Estuvo en cama cerca de una semana; pero no fue nada serio.
—¿Hace
mucho tiempo que ocurrió eso?
—Justamente una semana o dos antes
de que muriera. Poirot se
inclinó para recoger algo que se le había caído. —Perdón; mi pluma estilográfica… ah;
sí, aquí está. Se
incorporó otra vez.
—Es muy
descuidado el señorito Bob —observó.
—Al fin y
al cabo, no sabe que hace mal, señor —dijo la mujer con voz
indulgente—.
Tiene mucha inteligencia, pero no puede discernirlo todo. La
señora no acostumbraba a
dormir bien por las noches y a menudo se levantaba, bajaba al piso interior y daba unas
vueltas por él.
—¿Hacía eso
muchas veces?
—Algunas
noches. Pero no quería que la señorita Lawson ni nadie fuera
detrás de ella.
Poirot
volvió a entrar en el salón.
—Ésta es una
habitación muy bonita —observó—. Me pregunto si habría suficiente espacio en este hueco para
mi librería. ¿Qué le parece, Hastings?
Completamente perplejo, hice notar con
precaución que sería difícil asegurar una cosa así.
—Sí; las
medidas son muy engañosas. Tome mi cinta métrica de bolsillo, por
favor, y mida el ancho de
ese hueco.
Obediente,
cogí la cinta que me daba Poirot y tomé varias medidas siguiendo
sus indicaciones, mientras
él escribía al dorso de un sobre.
Me extrañé
que hubiera adoptado un método tan desaliñado y fuera de sus
costumbres, en lugar de
anotar los datos en su agenda.
Poirot me
tendió el sobre y dijo:
—Es esto,
¿verdad? Quizá será mejor que lo compruebe.
No había
ningún número escrito en el papel; pero leía la siguiente nota:
« Cuando subamos otra vez al
piso de arriba, pretenda recordar una cita y pregunte si puede telefonear. Deje que
la mujer vay a con usted y entreténgala tanto como pueda.»
—Está bien
—dije guardándome el sobre—. Seguramente cabrán las dos librerías.
—Es
preferible asegurarse. Si no resulta mucha molestia, me gustaría
dar otro vistazo al
dormitorio principal. No estoy muy seguro del espacio que puede
aprovecharse en las
paredes.
—No faltaba
más, señor. No es ninguna molestia.
Subimos otra
vez. Poirot midió un lienzo de pared y estaba comentando en
voz alta las posibles
posiciones en que podría colocar la cama, el armario y la
mesa, cuando mirando mi
reloj lancé una exclamación algo exagerada y dije:
—¡Vay a
por Dios! ¿Sabe que y a son las tres? ¿Qué pensará Anderson? Debo
telefonearle.
Me volví
hacia la mujer.
—¿Tendría
inconveniente en que usara el teléfono?
—Ninguno,
señor. Está en la habitación pequeña, al lado del vestíbulo. Yo le
acompañaré.
Bajamos;
me indicó dónde estaba el aparato y luego le rogué que me
ay udara a buscar un
número en la guía telefónica. Por fin hice una llamada a un
tal Anderson, de la vecina
localidad de Harchester. Afortunadamente no estaba en casa, por lo que tuve ocasión de
dejarle un recado, diciendo que no tenía importancia la razón de mi llamada y
que la repetiría más tarde.
Cuando
terminé, Poirot y a había bajado y estaba esperándonos en el
vestíbulo. Sus ojos tenían
un ligero matiz verde. No supe a qué atribuirlo, pero me di cuenta de que estaba excitado.
—La caída de
su señora por esa escalera debió ocasionarle un gran shock —
comentó el detective—.
¿Parecía estar preocupada por Bob y su pelota, después
que ocurrió el
accidente?
—Es curioso
que diga eso, señor. Estuvo muy preocupada. Porque cuando
estaba agonizando, en su
delirio, divagó constantemente sobre el perro, la pelota y algo acerca de una pintura que
estaba entreabierta.
—¿Una
pintura que estaba entreabierta? —dijo Poirot pensativamente.
—Desde luego, no tiene
ningún sentido, señor. Pero como comprenderá, estaba delirando.
—Un momento.
Necesito ver otra vez el salón.
Deambuló por
la habitación examinando los diversos objetos que contenía.
Un gran jarrón con tapadera
pareció que le atraía especialmente. No era según creo, ninguna pieza extraordinaria de
porcelana. Un objeto en el que se reflejaba el humor de la época victoriana. Sobre
él se veía una pintura más bien tosca, que representaba a un bull-dog
sentado frente a la puerta de una casa, con cara de expresión lastimosa. Debajo aparecía
la siguiente ley enda: « Trasnochar y sin llave.»
Poirot, cuy
os gustos consideré como desesperadamente burgueses, parecía
estar sumido en la más
grande de las admiraciones.
—«
Trasnochar y sin llave» —murmuró—. ¡Es divertido esto! ¿Es lo que
hace el señorito Bob?
¿Se pasa algunas noches fuera de casa?
—Muy raras
veces, señor. Oh, muy pocas veces. Bob es un buen perro; sí,
señor.
—Estoy
seguro de que lo es. Pero hasta los mejores perros… —¡Oh!; está usted en lo cierto,
señor. Una vez o dos al año se va y no vuelve a casa hasta las cuatro de la
madrugada. Luego se sienta en el portal y ladra hasta que abren.
—¿Quién le
abre la puerta? ¿La señorita Lawson?
—Quien lo
oy e, señor. La última vez fue la señorita Lawson. Precisamente la
noche en que la señora
sufrió el accidente, Bob volvió cerca de las cinco. La
señorita Lawson corrió
escaleras abajo para dejarle entrar antes de que hiciera más ruido. Temía que despertara a la
señora. Para no preocuparla no le dije nada de que Bob se había ido.
—Comprendo. Crey ó que lo mejor era
que no se enterara la señorita Arundell.
—Eso es lo
que dijo, señor. Nos advirtió: « Es seguro que el perro volverá,
como hace
siempre. Pero la señora puede preocuparse y eso no es conveniente
en el estado en que se
encuentra.» Así es que en consecuencia no le dijimos nada.
—¿Quería
mucho Bob a la señorita Lawson?
—Pues más
bien la desdeñaba, si sabe usted a qué me refiero, señor. Los
perros son así. Ella era muy
amable con él. Lo llamaba « perrito bueno» , « perrito mono» ; pero él acostumbraba
a mirarla con desdén y no prestaba ninguna atención ni hacia lo que ella
le ordenaba.
Poirot
asintió con la cabeza.
—Ya me doy
cuenta —dijo.
De pronto
hizo algo que me sobresaltó.
Sacó una
carta del bolsillo. La carta que había recibido aquella mañana.
—¿Sabe usted algo acerca de
esto? —preguntó.
El cambio
que se apreció en la cara de la mujer fue notable. Dejó caer la barbilla y se quedó
mirando a Poirot con una expresión de aturdimiento casi cómico.
—Bueno
—exclamó al fin—. ¡Yo no lo hice!
La
observación carecía de coherencia, quizá; pero no dio lugar a dudas
sobre lo que la sirvienta
quería decir.
Recobrando
sus facultades mentales, habló lentamente: —¿Es usted entonces el caballero a
quien iba dirigida la presente carta? —El mismo. Soy Hércules Poirot.
Como hace la
may oría de la gente, la mujer no había leído el nombre escrito
en el permiso para visitar
la propiedad que Poirot le enseñó cuando llegamos. Nuestra interlocutora movió la cabeza
afirmativamente.
—Ese nombre
era —dijo Hércules Poirot—. ¡Palabra! —exclamó—. La cocinera va a quedarse
sorprendida.
Poirot
replicó rápidamente:
—Quizá no
estaría mal que fuésemos a la cocina y allí, junto con su amiga,
habláramos de esto.
—Bueno… si
no tiene inconveniente, señor —dijo la mujer con tono de duda.
Este particular dilema de
conveniencias sociales parecía nuevo para ella. Pero las maneras positivas de Poirot
la tranquilizaron y nos dirigimos hacia la cocina.
Nuestro
guía explicó la situación a una mujer alta, de cara larga y
agradable, que, cuando
entramos, estaba retirando un puchero de un fogón de gas.
—Pásmate,
Annie. Este caballero es a quien iba dirigida la carta. Ya sabes:
la carta que encontramos
en la carpeta.
—Recuerde
usted que y o estoy a oscuras respecto al asunto —dijo Poirot—.
¿Me puede decir por qué
esta carta se franqueó con tanto retraso? —Pues verá, señor. A decir verdad, y
o no sabía qué hacer. Ninguna de nosotras, ¿verdad?
—Desde
luego, Ellen. No sabíamos qué hacer —-confirmó la cocinera.
—Pues sucedió así, señor.
Cuando la señorita Lawson empezó a revolver las cosas, después que murió la señora se
vendió gran cantidad de chismes y otros los tiramos. Entre ellos había una
papelera o carpeta, según dicen. Era muy bonita, con un lirio de los valles
bordado en ella. La señora la utilizaba siempre para escribir en la cama. La señorita
Lawson no la quiso y me la dio, junto con otros cachivaches que habían
pertenecido a la señora. Lo puse todo en un cajón y hasta ay er no lo saqué. Quería
colocar en la carpeta un papel secante nuevo y habilitarla para mi uso. En el
interior hay una especie de bolsillo y al deslizar la mano dentro de él me encontré una
carta escrita por la señora. Como y a he dicho, no sabía concretamente qué era
lo que debía hacer con ella. Era la escritura de la señora, desde luego, y
me figuré que la había escrito y dejado en la carpeta pensando mandarla al correo
al día siguiente; pero luego se le olvidó, cosa que a la pobre solía ocurrirle
muy a menudo. En cierta ocasión se extravió un documento del Banco y nadie pudo
suponer dónde estaba, hasta que al fin lo encontramos en el fondo del casillero
de su mesa de escritorio. —¿Tan desordenada era? —preguntó
Poirot un tanto extrañado. —¡Oh, no señor! Justamente todo lo
contrario. Siempre estaba colocando las cosas en su sitio y ordenándolas. Pero
esto era sólo un inconveniente. Si le hubiera dejado todo como estaba
hubiera sido mejor. Pues tenía la costumbre de arreglarlo y luego olvidarse de lo que
había hecho.
—¿Cosas como
la pelota de Bob, por ejemplo? —dijo Poirot sonriendo.
El sagaz terrier llegaba en
aquel momento de la calle y nos saludó de nuevo amistosamente.
—Sí; desde
luego, señor. Tan pronto como Bob terminaba de jugar con la
pelota, la señora la
guardaba. Pero con ello no había ningún contratiempo, porque
tenía su sitio determinado.
El cajón que le mostré antes.
—Comprendo.
Pero la he interrumpido. Siga, por favor. Quedamos en que
descubrió usted la carta
dentro de la carpeta.
—Sí,
señor. Así ocurrió; y entonces le pregunté a Annie qué era lo mejor
que podíamos hacer. No me
gustaba quemarla y, por otra parte; no quería abrirla. Además, ni Annie ni y o
considerábamos que aquel asunto pudiera interesar a la señorita Lawson. Así es que, después
de hablar un rato sobre ello, le puse un sello al sobre y corrí a depositarlo en el
buzón de Correos.
Poirot se
volvió ligeramente hacia mí.
—Voilá!
—murmuró.
No pude
evitar el decir maliciosamente:
—Hay que
ver lo simple que puede ser una explicación.
Creo que
me miró un poco cabizbajo y me arrepentí de haberle fastidiado tan
pronto.
Se dirigió
otra vez a Ellen.
—Como dice
mi amigo… ¡Qué simple puede ser una explicación! Ya comprenderá que cuando recibí la
carta, fechada hacía más de dos meses, me sorprendí.
—Sí; supongo
que debió sorprenderse, señor. No pensamos en eso. —Además —Poirot tosió—, estoy ante un
pequeño dilema. Sepa usted que esta carta es un encargo del que
deseaba me ocupara la señorita Arundell. Algo de carácter privado.
Se aclaró la
garganta otra vez, dándose importancia.
—Pero ahora,
la señorita Arundell ha mu**to y estoy dudando acerca de cómo he de proceder. ¿Hubiera deseado
la señorita Arundell que me encargara del asunto o no? Es muy difícil
saberlo… muy difícil.
Las dos
mujeres lo miraban respetuosamente.
—Creo que
debo consultar con su abogado. Tenía un abogado, ¿verdad?
—Sí, señor. El señor Purvis,
de Harchester.
—¿Estaba
enterado de todos los asuntos de ella?
—Creo que
sí, señor. Siempre, desde que y o recuerdo, se ha ocupado de sus
cosas. Lo envió a buscar
después que sufrió la caída.
—¿La caída
por la escalera?
—Sí,
señor.
—Vamos a
ver, ¿cuándo ocurrió exactamente?
Fue la
cocinera quien contestó.
—El martes,
después de Pascua de Resurrección; lo recuerdo muy bien. Me
quedé en casa por ser Pascua
y haber invitados. Mi día libre lo trasladé al miércoles siguiente.
Poirot sacó
su almanaque de bolsillo.
—Veamos…,
veamos. Pascua de Resurrección fue este año el día doce. Luego la señorita Arundell sufrió el
accidente el día catorce. La carta la escribió tres días más tarde. Fue una lástima
que no la mandara al correo. Sin embargo, puede que no sea demasiado tarde…
—hizo una pausa—. Me figuro que la… hum… comisión que ella encargó
estaba relacionada con uno de los… hum… huéspedes que acaba usted de
mencionar.
Esta
observación, hecha como un mero disparo al azar, tuvo inmediata
respuesta. Una mirada de
rápida comprensión pasó por los ojos de Ellen. Se volvió hacia la cocinera en cuy a
cara se reflejaba la misma expresión. —Ése debe ser el señorito Charles
—dijo Ellen.
—¿Quiere
usted decirme quiénes estuvieron aquí? —sugirió Poirot. —El doctor Tanios y su esposa. Él no
es pariente directo. En realidad es extranjero; griego o algo así, según
creo. Se casó con la señorita Bella, sobrina de la señora; hija de una hermana de
ésta. El señorito Charles y la señorita Theresa son hermanos.
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