Suiren Yomi-chi

En esta pagina se publican adaptaciones de novelas románticas. No se lucra con ninguna adaptación y se da el crédito correspondiente a la autora original.

Escritura de fanfics en las que son estrellas Chikane y Luka. Adaptaciones y originales.

15/08/2024

Capítulo 9
- Una aventura en Sagamihara -

Es la noche del lunes.

Nuestra he***na, que ha pasado gran parte de su vida en temerario desenfreno, va a experimentar por primera vez la muy extraña sensación de ser la miembro más sensato de un dúo.

Había un buen número de razones para poner en duda su cordura, iba pensando Chikane, caminando sigilosamente hacia la parte de atrás de la casa de Himeko.

Una: Era pasada la medianoche.

Dos: Estarían totalmente solas.

Tres: Irían a la casa del dansahaku a…

Cuatro: Cometer latrocinio.

En cuanto a malas ideas, esta se llevaba el premio.

Pero no, Himeko se las había arreglado para convencerla, por lo que ahí estaba ella, dispuesta a sacar de su casa a una señorita decente, para llevarla a la oscuridad de la noche y, muy posiblemente, al peligro.

Por no decir que si alguien se enteraba de esa temeridad, los Kurusugawa la tendrían delante de un cura antes de que ella lograra recuperar el aliento, y quedarían encadenadas de por vida.

Se estremeció.

La idea de Himeko Kurusugawa como su compañera de toda la vida… Paró en seco, y se quedó inmóvil un momento, pestañeando sorprendida. Bueno, no encontraba horrible la idea, en realidad, pero al mismo tiempo le hacía sentirse una mujer muy, muy inquieta.

Himeko creía, por cierto, que la había convencido de hacer lo que iban a hacer, y sí, tal vez había influido hasta cierto punto en su decisión, pero la verdad era que una mujer en su situación no podía desaprovechar una oportunidad como esa. Le sorprendió un poco la franca evaluación de Himeko de su situación económica; eso sin tener en cuenta que esos asuntos no se consideraban tema para conversación educada (en todo caso, ella no habría esperado que Himeko se adhiriera a esas ideas normales sobre el decoro). Pero no tenía idea de que sus asuntos fueran tan de conocimiento público.

Eso, la verdad, le desconcertaba.

Pero el motivo más irresistible, lo que verdaderamente la incitaba a ir a buscar las joyas ya, en lugar de esperar a que Himeko consiguiera una traducción mejor del diario, era la deliciosa idea de que podría apoderarse de las joyas bajo las mismas narices de su padre.
Sí que era difícil dejar pasar una oportunidad como esa. Llegó a la pared de atrás de la casa y continuó caminando hasta la entrada para los criados. Habían acordado encontrarse ahí exactamente a la una y media, y no le cabía duda de que Himeko ya estaría allí esperándola, vestida como ella le había ordenado, toda de negro.

Y, cómo no, ahí estaba, con la puerta entreabierta unos dedos, mirando por la abertura.

—Has llegado a la hora —dijo, saliendo.

Chikane la contempló, incrédula. Había seguido su orden a la letra; estaba vestida toda de implacable negro; aunque no había falda agitándose alrededor de sus pies. Llevaba pantalones y chaleco. Pero Chikane ya sabía que se iba a vestir así. Lo sabía, y de todos modos, no pudo contener su sorpresa.

—Esto me pareció más sensato que un vestido —explicó Himeko, interpretando correctamente su silencio—. Además, no tengo nada que sea totalmente negro. Por suerte, nunca he tenido que llevar luto.

Chikane se limitó a mirarla.

Había un motivo, comenzaba a comprender, para que las damas no usaran pantalones. No sabía de dónde había sacado Himeko ese pantalón; probablemente habría pertenecido a uno de sus hermanos cuando era muy joven. Se le ceñía al cuerpo del modo más escandaloso, marcándole las curvas de una manera que ella habría preferido no ver. No deseaba saber que Himeko Kurusugawa tenía un cuerpo delicioso. No deseaba saber que tenía las piernas muy largas en proporción a su altura, algo bajita, ni que sus caderas eran suavemente redondeadas y se le movían de una manera como para embobar cuando no las llevaba escondidas bajo los pliegues de una falda.

Ya estaba mal que la hubiera besado. No le hacía ninguna falta volver a desear hacerlo.

—No puedo creer que esté haciendo esto —masculló, agitando la cabeza.

Santo cielo, se estaba pareciendo a una miedica, a todos esos amigos sosos y prudentes a los que arrastraba a hacer diabluras de niña.

Empezaba a creer que ellos sabían de qué hablaban.

Himeko la miró con ojos acusadores.

—No puedes echarte atrás ahora.

—Ni lo soñaría —dijo Chikane, suspirando; probablemente ella la perseguiría con un garrote si se rajaba—. Venga, vámonos, antes de que alguien nos sorprenda aquí.

Himeko asintió y la siguió hasta Setagaya, por donde continuaron. La casa Sagamihara estaba un poco lejos a pie, a menos de cuatro distritos, por lo tanto Chikane se había trazado la ruta para ir a pie y seguir en coche después, siempre que fuera posible, las tranquilas calles laterales, en las que había menos posibilidades de que pasara algún miembro de la aristocracia en coche, de regreso a su casa de una fiesta, y las viera.

—¿Cómo sabías que tu padre no estaría en casa esta noche? —le preguntó Himeko cuando iban llegando a la esquina.

Llegando a Sagamihara bajaron del coche y Chikane se asomó a la esquina para asegurarse de que no había moros en la costa.

—¿Perdón?

—¿Cómo sabías que tu padre no estaría en casa? —repitió Himeko—. Me cuesta mucho imaginarme que él te comunicara su programa de actividades.

Chikane apretó los dientes, sorprendida por la irritación que le produjo la pregunta.

—No sé cómo —contestó—. Simplemente lo sé.

En realidad le fastidiaba tremendamente estar siempre al tanto de los movimientos de su padre, aunque por lo menos encontraba cierta satisfacción en saber que el danshaku tenía una obsesión similar por lo que hacía ella.

—Ah —dijo Himeko.

Y no dijo nada más.

Y eso fue agradable.

Raro, pero agradable.

Chikane le indicó que la siguiera por la corta calle Kamitsuruma, y finalmente se encontraron en Aoakua, por donde llegaron al callejón que llevaba a la parte de atrás de la casa Sagamihara.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí? —le preguntó Himeko cuando iban caminando sigilosas, pegadas a la pared de atrás.

—¿Dentro? —preguntó Chikane abruptamente—. Hace diez años. Pero si tenemos suerte, esa ventana —apuntó hacia una ventana de la planta baja, que no quedaba mucho más arriba de donde estaban— todavía tendrá roto el pasador.

Himeko asintió, apreciativa.

—Estaba pensando cómo íbamos a entrar.

Las dos guardaron silencio mirando la ventana.

—¿Está más alta de lo que recuerdas? —preguntó entonces Himeko, pero, lógicamente, sin esperar a que Chikane contestara, añadió—. Es una suerte que me hayas traído. Puedes levantarme hasta ahí.

Chikane la miró y luego a la ventana y luego nuevamente a ella. Le parecía mal hacerla entrar a ella primero en la casa. Pero no había tenido en cuenta eso cuando hizo los planes para entrar.

—Yo no voy a levantarte a ti —dijo Himeko, impaciente—, así que a menos que tengas un cajón escondido en alguna parte, o tal vez una escalera…

—Venga, sube —dijo Chikane casi gruñendo, avanzando con las manos listas para que ella pusiera el pie.

Había hecho eso antes, muchísimas veces. Pero era muy diferente sentir a Himeko Kurusugawa rozándole el cuerpo a sentir a uno de sus amiguetes del colegio.

—¿Llegas? —preguntó, sujetándola en alto.

—Mmmjum.

Chikane miró hacia arriba, justo su trasero. Decidió disfrutar de la vista mientras ella no tuviera idea de que se la ofrecía.

—Sólo me falta meter los dedos por el borde —susurró Himeko.

—Venga, adelante —dijo Chikane, sonriendo por primera vez en toda esa noche.

Al instante Himeko se giró a mirarla.

—¿Por qué de repente estás tan afable? —le preguntó, desconfiada.

—Una simple apreciación de tu utilidad.

Himeko frunció los labios.

—Mmm. ¿Sabes?, creo que no me fío de ti.

—Y no debes, por nada del mundo.

Himeko volvió a su tarea, y Chikane la observó manipular la ventana hasta que esta se abrió.

—¡Lo conseguí! —dijo Himeko, en tono triunfal, aun cuando sólo fue un susurro.

Chikane asintió, expresándole su admiración. Himeko era bastante insoportable, pero es de justicia reconocerle el mérito a quien le corresponde.

—Ahora te voy a empujar —dijo—. Tendrías que poder…

Pero Himeko ya estaba dentro. Chikane no pudo dejar de retroceder un paso, admirada. Estaba claro: Himeko Kurusugawa era una atleta nata.

O eso, o una ladrona experta en entrar por los balcones.

Himeko asomó la cara por la ventana.

—Creo que no nos ha oído nadie —susurró—. ¿Puedes subir sola?

Chikane asintió.

—Con la ventana abierta, no es ningún problema.

Había hecho eso varias veces, cuando era escolar y estaba de vacaciones en casa. La pared era de piedra, por lo que había lugares rugosos y salientes lo bastante anchos para afirmar el pie. A eso se sumaba la saliente puntiaguda que podía coger con la mano… Tardó menos de veinte segundos en estar dentro.

—Estoy admirada —comentó Himeko, asomándose a mirar por la ventana.

—Admiras cosas raras —dijo Chikane, limpiándose el polvo.

—Cualquiera puede traer flores —dijo Himeko, encogiéndose de hombros.

—¿Quieres decir que lo único que necesita hacer una persona para conquistar tu corazón es escalar una casa?

Himeko volvió a mirar por la ventana hacia el suelo.

—Bueno, tendría que ser algo más alto que esto. Hasta la primera planta, como mínimo.

Chikane agitó la cabeza, pero no pudo dejar de sonreír.

—¿Dijiste que el diario hablaba de una habitación pintada en tonos verdes?

Himeko asintió.

—No estoy totalmente segura del significado. Podría ser un salón. O tal vez un despacho. Pero habla de una ventana redonda pequeña.

—El despacho de la danshaku —decidió Chikane—. Está en la primera planta, contiguo al dormitorio.

—¡Claro! —susurró Himeko, pero en un susurro vibrante de entusiasmo—. Eso tendría una lógica perfecta. Sobre todo dado que deseaba ocultarlas de su marido. Escribe que él nunca visitaba sus aposentos.

—Subiremos por la escalera principal —dijo Chikane en voz baja—. Por ahí hay menos posibilidades de que nos oigan. La escalera de atrás está demasiado cerca de los cuartos de los criados.

Himeko asintió y echaron a andar sigilosamente por la casa. Estaba silenciosa, tal como había supuesto Chikane. El danshaku vivía solo, y cuando salía, los criados se iban a acostar temprano.

Con la excepción de uno.

Se detuvo en seco; debía tomarse un momento para reevaluar la situación. El mayordomo estaría despierto; jamás se iba a acostar cuando se esperaba que lord Sagamihara volviera, pues podría necesitar atención.

—Por aquí —dijo a Himeko, sólo modulando las palabras, y giró para tomar otra ruta.

Subirían por la escalera principal, pero darían toda una vuelta para llegar a ella. Himeko la siguió y un minuto después ya iban subiendo la escalera. Chikane la empujó hacia un lado; los peldaños siempre crujían en el centro, y dudaba que su padre hubiera tenido los fondos para repararlos.

Cuando llegaron al corredor de la primera planta, la condujo hasta el despacho de la danshaku. Era un simpático cuarto pequeño, rectangular, con una ventana y tres puertas: una daba al corredor, otra al dormitorio de la danshaku y la otra a un pequeño vestidor, que se usaba más para guardar cosas, pues había un vestidor más cómodo contiguo al dormitorio.

Chikane hizo un gesto a Himeko indicándole que ella entrara primero. Después entró ella y cerró la puerta con sumo cuidado, sin soltar el pomo hasta que terminó de girarse.

El pestillo entró sin hacer el menor ruido. Entonces Chikane soltó el aliento.

—Dime exactamente qué escribió —le susurró, descorriendo las cortinas para que entrara la luz de la luna.

—Dice que está en un armadio. Probablemente es un armario con cajones, o un buró. O podría ser una cómoda. O… —sus ojos se posaron en un curioso mueble, una combinación de armario y buró, alto, pero estrecho, de forma triangular. Ocupaba uno de los rincones del fondo, de la pared opuesta a la ventana. Era de madera oscura, de un color fuerte, sostenido por tres patas delgadas, que lo elevaban unos tres palmos del suelo—. Ese es —susurró, extasiada—. Tiene que ser.

Ya había atravesado la sala antes de que Chikane hiciera amago de moverse, y cuando Chikane llegó al mueble Himeko tenía abierto uno de los cajones y lo estaba revisando.

—Vacío —dijo. Se arrodilló y abrió el último cajón de abajo. Tampoco había nada. Levantó la cabeza para mirarla—. ¿Crees que alguien sacó sus pertenencias después de que muriera?

—No tengo idea —respondió Chikane.

Cogió el pomo de la puerta del armario y con un suave tirón la abrió. Tampoco había nada dentro.

Himeko se incorporó y, con las manos en las caderas, contempló el mueble, pensativa.

—No me imagino qué otra cosa.

Dejó de hablar al pasar los dedos por los adornos tallados en la madera cerca del borde superior.

—Tal vez el escritorio —sugirió Chikane, y en dos pasos cruzó la distancia hasta el escritorio. Pero Himeko estaba negando con la cabeza.

—No lo creo. No habría llamado armadio a un escritorio. Habría sido scrivania.

—Pero tiene cajones —dijo Chikane, abriéndolos e inspeccionándolos.

—Hay algo especial en este mueble —musitó Himeko—. Tiene el aspecto de ser mediterráneo, ¿no te parece?

Chikane lo miró.

—Sí —dijo al fin, incorporándose.

—Si lo hubiera traído de Italia —susurró Himeko, ladeando ligeramente la cabeza, observando el armario—, o se lo hubiera traído su abuela cuando vino a visitarla…

—La conclusión lógica sería que ella lo sabría si tiene un compartimiento secreto —terminó Chikane.

—Y su marido no —dijo Himeko, con los ojos brillantes de entusiasmo.

Chikane cerró rápidamente los cajones del escritorio y volvió al curioso buró.

—Apártate —ordenó.

Acto seguido, pasó las manos por debajo del mueble para separarlo de las paredes. Pero era pesado, mucho más pesado de lo que parecía, y sólo logró moverlo unas pocas pulgadas, aunque lo suficiente para poder pasar la mano por detrás.

—¿Palpas algo?

Chikane negó con la cabeza. No podía bajar mucho la mano, por lo que se arrodilló y trató de palpar la madera de atrás por abajo.

—¿Hay algo?

Chikane volvió a negar con la cabeza.

—Nada. Sólo necesito…

Se quedó inmóvil porque sus dedos tocaron una pequeña protuberancia en la madera, de forma rectangular.

—¿Qué es?

—No lo sé —dijo Chikane, subiendo el brazo una pulgada más—. Es una especie de pomo, o algo así, o tal vez una palanca.

—¿Lo puedes mover?

—Eso intento —dijo Chikane, casi resollando.

No lograba llegar del todo al pequeño pomo, y tenía que doblarse y contorsionarse sólo para tocarlo entre dos dedos. Además, tenía enterrado dolorosamente el borde delantero del buró en los músculos del brazo, cerca del hombro, y la cabeza girada, con la mejilla pegada a la puerta.

Resumen, no era la más airosa ni cómoda de las posturas.

—¿Y si lo hago yo? —dijo Himeko, metiéndose por un lado del mueble deslizando el brazo por detrás. No tardó en encontrar el saliente.

Al instante Chikane dejó de intentarlo y sacó el brazo.

—No te preocupes —dijo Himeko, en tono algo compasivo—, no podrías haber metido el brazo aquí. No hay mucho espacio.

—No me importa cuál de las dos llega a ese pomo.

—¿No? Ah. —Se encogió de hombros—. Bueno, a mí sí me importaría.

—Lo sé.

—No es que importe, en realidad, pero…

—¿Notas algo? —interrumpió Chikane.

Himeko negó con la cabeza.

—Parece que no se mueve. Lo he empujado hacia arriba y hacia abajo, y de lado a lado.

—Trata de hundirlo.

—Tampoco se hunde. A no ser que… —retuvo el aliento.

—¿Qué?

Himeko la miró con los ojos brillantes, a la tenue luz de la luna.

—Giró. Y sentí sonar algo.

—¿Hay un cajón? ¿Puedes tirarlo hacia fuera?

Himeko negó con la cabeza, con los labios fruncidos en expresión de concentración, deslizando la mano a lo ancho y largo de la madera. No encontró ninguna grieta ni corte. Fue bajando lentamente, flexionando las rodillas hasta que llegó al borde de abajo. Entonces miró, y vio un trocito de papel en el suelo.

—¿Estaba esto aquí antes? —preguntó, cogiéndolo.

Pero la pregunta le había salido por reflejo; sabía que no estaba antes.

Chikane se arrodilló a su lado.

—¿Qué es?

—Esto —contestó Himeko, desdoblando el papel con las manos temblorosas por los nervios—. Creo que ha caído de alguna parte cuando he girado ese pomo.

Sin incorporarse, avanzó a gatas algo más de media yarda hasta que pudo poner el papel bajo un rayo de luz de luna que entraba por la ventana. Mientras ella alisaba el frágil papel, Chikane se acuclilló a su lado, casi tocándola con su cuerpo cálido, atlético, exigente.

—¿Qué dice? —le preguntó, acercando la cabeza, y Himeko sintió su aliento en la nuca.

—No lo sé. —Pestañeó, obligándose a centrar la atención en las palabras.

La letra era sin duda la de Ana, pero el papel tenía desgastados los bordes por donde había estado doblado y vuelto a doblar, varias veces, lo que hacía difícil leerlo.

—Está en italiano —dijo—. Creo que esto podría ser otra pista.

Chikane movió la cabeza de lado a lado.

—Típico de Ana convertir esto en una búsqueda de fantasía.

—¿Era muy ingeniosa?

—No, pero extraordinariamente aficionada a los juegos. —Se giró a mirar el buró—. No me sorprende que tuviera un mueble como este, con un compartimiento secreto.

Himeko la observó pasar la mano por la base del mueble.

—Ahí está —dijo Chikane, admirada.

Himeko se arrastró hasta quedar a su lado.

—¿Dónde?

Chikane le cogió la mano y se la guió por la base hacia un lugar en la parte de atrás. Daba la impresión de que hubiera rotado un trocito de madera, lo suficiente para dejar pasar un papel doblado para que cayera al suelo.

—¿Lo sientes? —preguntó Chikane.

Himeko asintió, aunque no sabía si se refería a la madera o al calor de su mano sobre la de ella. Chikane tenía la piel cálida y algo áspera, como si hubiera estado un buen tiempo al aire libre sin guantes. Pero, principalmente, su mano era delgada y más grande que la suya y cubría totalmente la de ella.

Himeko se sentía envuelta, tragada entera. Y, santo Dios, sólo era su mano.

—Tendríamos que devolver esto a su sitio —se apresuró a decir, impaciente por hacer algo que la obligara a centrar la atención en otra cosa.

Liberando la mano de la de Chikane, giró el trozo de madera para dejarlo tal como estaba. Era improbable que alguien notara el cambio en la base del armario, sobre todo dado que el compartimiento secreto no había sido detectado durante más de sesenta años, pero de todos modos, le parecía prudente dejarlo todo tal como lo encontraron.

Chikane asintió, manifestando su acuerdo. Haciéndole un gesto para que se hiciera a un lado, empujó el mueble hasta dejarlo adosado a la pared.

—¿Has encontrado algo útil en la nota? —preguntó.

—¿La nota? Ah, la nota —dijo Himeko, sintiéndose absolutamente id**ta—. Todavía no. No logro leer nada con sólo la luz de la luna. ¿Crees que sería arriesgado encender una…?

Se interrumpió. No le quedó más remedio.

Chikane le había puesto la mano sobre la boca, con fuerza.

Con los ojos agrandados, la miró la cara. Chikane tenía un dedo en los labios, y movió la cabeza hacia la puerta.

Entonces Himeko lo oyó. Se oían pasos en el corredor.

—¿Tu padre? —preguntó, cuando Chikane le quitó la mano de la boca.

Pero Chikane no la estaba mirando.

Chikane se incorporó y con el mayor sigilo caminó hasta la puerta. Colocó el oído en la madera y al instante retrocedió, moviendo la cabeza hacia la izquierda. Himeko no tardó ni un segundo en estar a su lado, y antes de que se diera cuenta, Chikane ya la había hecho entrar por una puerta en un lugar que parecía ser un inmenso armario empotrado lleno de ropa. Estaba oscuro como boca de lobo, y había poco espacio para moverse. Quedó con la espalda apoyada en algo blando, que parecía ser un vestido de brocado y con la espalda de Chikane apoyada en ella.

No sabía si lograría respirar.

Chikane le acercó los labios al oído y sintió más que oyó su susurro:

—No digas ni una sola palabra.

Se oyó el clic al abrirse la puerta del despacho que daba al corredor y luego se oyeron pisadas de pies pesados.

Himeko retuvo el aliento. ¿Sería el padre de Chikane?

—Esto es raro —dijo una voz masculina.

A ella le pareció que la voz venía de cerca de la ventana y… Ay, no. Habían dejado abiertas las cortinas.

Le cogió la mano a Chikane y se la apretó fuertemente, como si así pudiera comunicarle eso.

Quien fuera el que estaba en la habitación, avanzó unos pasos y se detuvo. Aterrada por la idea de que las sorprendieran, Himeko, movió cautelosamente la mano por detrás, tratando de calcular el fondo del armario. Al no encontrar una pared, se metió por entre dos de los vestidos y se colocó detrás de ellos, y antes de soltarle la mano a Chikane le dio un tirón, para indicarle que hiciera lo mismo. Sin duda sus pies seguían visibles por debajo de los vestidos, pero por lo menos, si el hombre abría la puerta del armario, no se encontraría con su cara al nivel de sus ojos.

Oyó abrirse y cerrarse una puerta y luego sonaron nuevamente los pasos por la alfombra. Era evidente que el hombre se había asomado al dormitorio de la danshaku, que Chikane le había dicho que comunicaba con el pequeño despacho.

Tragó saliva.

Si el hombre se había tomado el tiempo para asomarse al dormitorio, la siguiente puerta que abriría sería la de ese armario. Retrocedió otro poco hasta que tocó la pared con el hombro. Chikane estaba a su lado, y de pronto la atrajo hacia ella, la movió hasta dejarla pegada a la esquina y cubrió su cuerpo con el de ella.

Quería protegerla.

La cubría con su cuerpo para que en el caso de que el hombre abriera la puerta, sólo la viera a ella.

Oyó acercarse los pasos.

El pomo de la puerta estaba suelto y rechinaba, y rechinó cuando una mano lo cogió. Se aferró a Chikane, cerrando las manos en los costados de su chaqueta. Chikane estaba casi pegada a ella, escandalosamente pegada, con la espalda apoyada en ella con tanta fuerza que sentía su cuerpo a todo lo largo del de ella, desde las rodillas a los hombros.

Y todo lo demás entre medio.

Se obligó a respirar parejo y en silencio.

Sentía algo especial por su posición, mezclado con la circunstancia en que se encontraba; era miedo combinado con una percepción especial, y la caliente proximidad del cuerpo de Chikane. Se sentía rara, casi como si estuviera suspendida en el tiempo, lista para elevar los pies y alejarse flotando. Sintió el extrañísimo deseo de apretarse más a Chikane, de arquear las caderas y acunarla. Estaba en un armario empotrado, el armario de una persona desconocida, y a medianoche, y sin embargo, aun cuando estaba paralizada de terror, no podía dejar de sentir algo más, algo más potente que el miedo. Era una especie de excitación, una emoción, algo embriagador y nuevo, que le aceleraba el corazón, le hacía vibrar la sangre y…

Y otra cosa también.

Algo que no estaba del todo preparada para analizar o identificar.

Se mordió el labio. Oyó girar el pomo.

Se le abrieron los labios. Se abrió la puerta.

Y entonces, asombrosamente, volvió a cerrarse. Se le relajó todo el cuerpo, apoyada en la pared, y notó que Chikane se relajaba apoyada en ella. No comprendía cómo había sido que no las habían descubierto; tal vez Chikane estaba mejor oculta por la ropa de lo que ella había creído. O tal vez la luz era demasiado tenue, o al hombre no se le había ocurrido mirar hacia abajo, y no había visto los pies que sobresalían por debajo de los vestidos. O tal vez era miope, o tal vez…

O tal vez simplemente tenían una condenada suerte.

Esperaron en silencio hasta que se hizo evidente que el hombre había salido del despacho de la danshaku, y luego esperaron otros cinco minutos más, para estar seguras. Pero finalmente Chikane se apartó de ella y se abrió paso por entre los vestidos hasta la puerta del armario. Ella continuó atrás, hasta que la oyó susurrar:

—Vámonos.

La siguió en silencio, caminando sigilosamente por la casa, hasta llegar a la ventana con el pasador roto. Chikane saltó fuera primero y entonces levantó las manos para afirmarla y equilibrarla mientras ella, apoyada en la pared, cerraba la ventana para luego saltar al suelo.

—Sígueme —dijo Chikane, cogiéndole la mano y echando a correr.

Y así continuaron, ella corriendo y tropezando detrás de Chikane por las calles hasta llegar al coche. Y a medida que avanzaban, con cada distrito, una astillita del miedo que la atenazara en el armario iba siendo reemplazada por entusiasmo.

Por euforia.

Cuando llegaron al final de Setagaya, se sentía como si fuera a reventar de risa, hasta que tuvo que enterrar los talones en el suelo al bajar del coche para decir:

—¡Para! No puedo respirar.

Chikane se detuvo, pero giró la cabeza y la miró con ojos severos.

—Tengo que llevarte a casa.

—Lo sé, lo sé, lo que pasa es…

Chikane agrandó los ojos.

—¿Te estás riendo?

—¡No! O sea sí. Es decir… —sonrió sin poder evitarlo—, podría.

—Estás loca.

—Eso creo —dijo Himeko, asintiendo, todavía sonriendo como una tonta.

Entonces Chikane se giró del todo, con las manos en las caderas.

—¿Es que no tienes ni una pizca de sensatez? Podrían habernos sorprendido ahí. Ese era el mayordomo de mi padre y, créeme, jamás ha tenido ni un asomo de sentido del humor. Si nos hubiera descubierto, mi padre nos habría arrojado a la cárcel y tu hermano nos habría llevado derecho a una iglesia.

—Lo sé —dijo Himeko, tratando de parecer adecuadamente solemne.

Fracasó.

Horrorosamente. Finalmente renunció y dijo:

—Pero, ¿a que ha sido divertido?

Por un momento pensó que Chikane no contestaría. Por un momento le pareció que de lo único que era capaz Chikane era de mirarla con una expresión sombría, estupefacta. Pero entonces oyó su voz, incrédula:

—¿Divertido?

Himeko asintió.

—Un poquito al menos.

Apretó los labios, tratando de curvar hacia abajo las comisuras, para lograr algún gesto, el que fuera, que le impidiera echarse a reír como una loca.

—Estás loca —dijo Chikane, mirándola con expresión severa, escandalizada y (Dios la amparara) dulce al mismo tiempo—. Estás total y absolutamente loca. Todos me lo decían pero yo no lo creía del todo…

—¿Alguien te ha dicho que estoy loca? —interrumpió Himeko.

—Que eres excéntrica.

—Ah. —Frunció los labios—. Bueno, eso es cierto, supongo.

—Demasiado trabajo para una persona cuerda.

—¿Eso es lo que dicen? —preguntó Himeko, comenzando a sentirse ligeramente menos halagada.

—Todo eso y más —confirmó Chikane.

Ella pensó en eso un momento y finalmente se encogió de hombros.

—Bueno, no tienen ni una pizca de sentido común esas personas.

—Buen Dios, hablas exactamente igual que mi abuela.

—Ya me lo has dicho —dijo Himeko. Y entonces no pudo resistirse; tenía que preguntárselo—. Pero dime —se le acercó un poquito—, sinceramente, ¿no has sentido un poquito de euforia? Una vez que había pasado el miedo a que nos descubrieran y habías visto que no nos habían detectado, ¿no lo has encontrado aunque fuera un poquito maravilloso? —terminó con un suspiro.

Chikane la miró y ella no supo si fue efecto de la luz de la luna o su fantasiosa imaginación, pero creyó ver destellar algo en sus ojos, algo suave, algo un poquitín indulgente.

—Un poquito —dijo Chikane entonces—. Pero sólo un poquito.

Himeko sonrió.

—Sabía que no eras una retraída.

Entonces Chikane la miró con una expresión que no podía ser otra cosa que irritación; nadie la había acusado jamás de ser una sosa y una aburrida.

—¿Retraída? —repitió, disgustada.

—Una miedica.

—He entendido lo que has querido decir.

—¿Entonces por qué lo preguntas?

—Porque tú, señorita Kurusugawa…

Y así continuaron, todo el resto del camino a la casa de Himeko.

10/08/2024

10° Episodio
- Subidas y bajadas -

Por la mañana, cuando Miku se despertó, estaba sola en la habitación. Acercó su nariz a las sábanas donde Luka había dormido, olió y sonrió. Después de remolonear durante unos segundos en el lecho, finalmente se levantó, se arregló y, con una sonrisa en el rostro, bajó los escalones hasta llegar al salón, donde vio a su esposa dialogando con la odiosa Cul. Sin torcer su gesto por la incomodidad que aquella mujer le producía, se sentó junto a Luka a la espera de un «buenos días». Pero ella ni la miró y continuó conversando con la otra.

Mientras desayunaba, Avanna y Kaori bajaron con sus hijos, y sin pensarlo, tomó el cazo de gachas y se sentó con ellas. Luka, al notar que ella se movía de su lado, la siguió con la mirada, pero no dijo nada.

Una vez que todos desayunaron, los lairds pagaron al posadero las monedas correspondientes y decidieron marcharse. Pero cuando apenas habían dado diez pasos, alguien gritó.

—¡Lady Miku…, lady Miku!

La joven se volvió y vio correr hacia ella a Miki, la mujer que había salvado de las garras del posadero la noche anterior. Iba con sus hijos, Gaia y Linno.

—Miki, podías haber dormido hasta bien entrada la mañana. Mi esposa te ha dejado la habitación pagada para una temporada.

—Gracias, mi lady —contestó—, pero yo, si me lo permitís, os quería pedir un favor muy importante para mí.

—Dime. ¿Qué ocurre?

La mujer, con los ojos llorosos, pidió a su hija que se alejara unos pasos con el bebé en brazos y, tras tragar con dificultad, dijo con un hilo de voz.

—Mi lady, mi vida es penosa y creo que difícilmente mejorará. Mis hijos pasan hambre y frío, y yo no puedo hacer nada por evitarlo. Por ello, con todo el dolor de mi corazón, os quería pedir que os los llevarais. Sé que con vuestro clan podrán tener un techo que los cobije y una mejor vida que la que yo les puedo dar.

La mujer, al ver el gesto desencajado de Miku, se retorció las manos nerviosa, y continuó.

—Entiendo que tres bocas que alimentar es algo excesivo, por ello sólo os pido que os llevéis a mis niños. Mi hijos aún no comen mucho, son pequeños, pero…, pero estoy segura de que en unos años trabajarán con fortaleza y…, y… podrán ser útiles, y…

Miku no la dejó continuar. Le asió las manos y dijo.

—Miki, ¿cómo puedes pedirme que me lleve sólo a tus hijos?

—Estoy desesperada, mi lady, y temo que mueran en la calle de frío. Por favor…, por favor…

Destrozada por la súplica y el dolor de aquella mujer, Miku le secó las lágrimas con los dedos y, levantándole el mentón, murmuró.

—Los tres formáis una familia, y si estáis dispuestos a viajar con nosotros a Skye, hablaré con mi esposa e intentaré convencerla para que…

—No hay nada de que hablar, Miku —la interrumpió Luka, acercándose a ellas.

Dispuesta a batallar, la miró.

—Miki, estaré encantado de que formes parte de nuestro clan en Skye —dijo Luka —. Bajo ningún concepto permitiré que te separes de tus hijos. Como dice mi mujer, los tres formáis una familia, y así debe continuar siendo. Recoge lo que te quieras llevar, ponlo en una de las carretas y ven con nosotros a tu hogar.

Miki, emocionada, asió con fuerza la mano de su hija, y cogió al bebé en brazos.

—Aquí está todo lo que tengo, mi señora.

—Muy bien —asintió Luka.

Con un silbido, Luka llamó a Len, que tras escuchar lo que éste le decía, asintió y se volvió hacia una temblorosa Miki.

—Ven conmigo. Te llevaré hasta una de las carretas para que puedas viajar con tus hijos.

La mujer miró a Miku y a Luka y les besó las manos.

—Gracias…, gracias…, muchas gracias.

Instantes después, cuando Miki se marchó con Len, una orgullosa Miku miró a su esposa y, con una radiante sonrisa que casi le paralizó el corazón, se acercó a ella para darle un rápido beso en los labios.

—Muchas gracias, Luka. Lo que acabas de hacer te honra como laird.

Confundida por el beso, asintió, y dándose la vuelta, comenzó a dar órdenes a sus guerreros.

Aquella mañana, Miku viajó con una amplia sonrisa en el rostro. Lo que había hecho Luka la había emocionado. Saber que Miki y sus hijos viajaban con ellas hacia Skye la hacía muy feliz. A media mañana, se acercó hasta el carro donde viajaban la mujer y sus hijos, y se sorprendió al ver que Alam, que iba en la misma carreta, tenía en sus brazos al pequeño Linno. Desconcertada por cómo aquél sonreía, cruzó una mirada complacida con la de Len, que expresaba igualmente su satisfacción.

Por otra parte, en varias ocasiones, Miku observó que su dura esposa miraba en su dirección. ¿La estaría buscando?

«¡Oh, Dios!, soy una nena. En cuanto me mira me pongo a sonreír como una boba».

Tras un buen trecho, los lairds levantaron la mano para indicar que pararían a comer y, como siempre, los encargados de preparar el sustento de todos ellos encendieron el fuego con celeridad.

—¿Te apetece venir con nosotros a cazar?

Miku se sorprendió al descubrir a su bella esposa a su lado.

—Sí…, claro que sí. Me encantaría.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Teto.

—Por supuesto —asintió Luka.

Instantes después, unos diez guerreros con las dos mujeres se alejaron del grupo. Ellos llevarían la comida. Luka comprobó que su mujer, aquella peli turquesa pequeña, era una estupenda cazadora. Sin necesidad de bajarse del caballo, apuntaba y con tiros certeros y decididos conseguía dar caza a los conejos.

Entre ella y Teto, les facilitaron de tal manera el trabajo que en menos tiempo del acostumbrado ya tenían en su poder una docena de conejos.

Para refrescar a los caballos, Luka propuso parar cerca del lago para que los animales calmaran su sed. Una vez que desmontaron, algunos se tumbaron para aprovechar los escasos rayos de sol que se filtraban entre la arboleda, mientras las mujeres lanzaban las dagas midiendo sus punterías.

—Sujetemos varias hojas con unos palitos en el árbol —pidió Luka a Teto.

Ambas lo hicieron, y cuando Miku acabó, comenzó a mover con agilidad su daga entre los dedos. Luka sonrió y recordó que había visto hacer lo mismo a su cuñada Avanna, y que ésta le había indicado que había sido Miku quien la había enseñado.

—Muy bien —dijo Teto cuando terminó de colocar las hojas. Con maestría, las dos mujeres lanzaron una vez tras otra las dagas.

—Te gané.

—La próxima vez te ganaré yo.

—¡Ja! No te dejaré —se mofó Miku—. Soy invencible con la daga. En Dunstaffnage, mi hermano Mikuo se enfadaba porque nunca conseguía ganarme.

—¿En serio? —rió Teto.

—¡Oh, sí! Mikuo tiene muy mal perder. Y si quien le gana soy yo, peor. Ambas rieron, y eso hizo sonreír a su esposa y los guerreros. Luka se levantó y fue hasta ellas.

—Te reto con la daga. ¿Te atreves? —dijo sorprendiendo a Miku.

La joven se volvió hacia Luka y sonrió. Su esposa quería medir su puntería, y eso le gustó.

—¿Estás segura? —preguntó ante la expresión burlona que mostraba Luka.

Aquel comentario hizo que los guerreros se carcajearan por el descaro de la jovencita en desafiar a su señora, a su esposa; pero Luka estaba cada vez más convencida, y asintió.

Teto colocó distintas hojas a lo largo del árbol, mientras Luka y Miku se observaban.

—Veamos, ¿te parecen bien veinte tiros? La ganadora será la que clave más veces la punta de la daga en el centro del palo que sujeta la hoja.

—¡Perfecto! —accedió Miku.

Al lanzar el primer tiro, Luka clavó la daga en el palo. Miku sólo lo rozó. Los guerreros aplaudieron. Su laird tenía una puntería increíble.

«¡Vaya, vaya, Megurine!, con que ésas tenemos», pensó mirándola de reojo. Y se volvió hacia ella y le dijo en tono meloso.

—Por cierto, esposa, no hemos estipulado el premio de la ganadora. ¿Qué podría ser?

Luka sonrió mientras su entrepierna le comenzaba a cosquillear. Imaginar que su premio era ella resultaba lo más excitante del mundo.

—¿Tú qué premio propones?

Miku, con una sensual sonrisa, fingió deliberar la respuesta, mientras sus ojos recorrían de arriba abajo el cuerpo de Luka. Y acercándose un poco más a ella, dijo poniéndole el vello de punta.

—Creo que lo más justo para las dos sería que cada una pidiera lo que más desee en ese momento, ¿no crees?

«¡Cielos, Miku!, me vas a volver loca», pensó Luka, y tragando saliva, asintió.

—De acuerdo, Kyatto.

Con una sonrisa, la joven se retiró el pelo de la cara y, tras guiñarle un ojo, volvió a lanzar. Esa vez su tiro no erró y partió el palito en dos. Lanzamiento tras lanzamiento se esforzaban al máximo por acertar. Ambas eran excelentes tiradoras y deseaban vencer. En un momento dado, Luka se percató de que ella se tocaba el brazo y arrugaba el entrecejo, pero no se quejó. Entre los tiros que llevaba con ella, los hechos con Teto y la caza, el cansancio comenzaba a pasarle factura.

Conmovida, la highlander le preguntó:

—¿Quieres que lo dejemos?

Sorprendida, suspiró; pero lanzó y acertó de pleno.

—¡Oh, no!, una apuesta es una apuesta —susurró, humedeciéndose los labios con provocación.

Iban empatadas; únicamente les quedaban cinco tiros. Pero Luka ya sólo podía pensar en los labios húmedos y provocativos de Miku, y por ello, erró el tiro.

—¡Empate! —gritó Teto, mientras los guerreros aplaudían.

Miku, agitada, se recogió el pelo con las manos de forma premeditada. Dejó al descubierto su frágil y suave cuello, y con una se*******ad que trastocó de nuevo a Luka, se aproximó a su amiga Teto con gesto divertido.

—¡Uf, qué calor!

Luka, sin que pudiera apartar sus ojos de aquella sedosa y fina piel, se sintió como una boba. Sólo podía admirarla mientras sentía cómo su entrepierna palpitaba y se humedecía deseosa de aquella mujer. Había elegido su premio. Miku sería su premio. Tan abstraída estaba que no despertó hasta que oyó decir a Teto.

—Luka…, te toca tirar.

Intentando obviar lo que le apetecía, se concentró y miró hacia el árbol; flexionó las piernas y tiró. Pero la punta de su daga quedó a escasos milímetros del palito.

—Punto para Miku —aplaudió Teto.

La joven lanzó con rapidez y acertó de lleno.

—Punto para Miku, y os quedan tres tiros a cada una —advirtió Teto.

Miku contenta con el desconcierto que veía en los ojos de Luka, miró a su amiga y le guiñó el ojo.

—Mientras lanza Luka, iré a refrescarme un poco.

Malhumorada por su torpeza, Luka la siguió con la mirada, y de nuevo se quedó petrificada cuando vio que ella se acercaba al lago, se mojaba las manos y después se las posaba sobre su cuello, y muy…, muy lentamente las bajaba hacia sus pechos.

«¡Oh, Dios!, esto es peor que una tortura», pensó Luka, abrumada.

Divertida y aún mojada, la joven regresó hasta ella y, atrayendo de nuevo su atención, preguntó en tono meloso.

—¿Todavía no has tirado?

Luka la miró dispuesta a responder, pero al ver cómo las gotas descendían por el escote, susurró.

—Dame un instante, mujer.

Centrándose, Luka tiró y acertó de pleno.

—Punto para Luka —dijo Teto. Y de nuevo sin darle tiempo a respirar, Miku tiró y acertó también—. Punto para Miku, y os quedan dos tiros.

—¡Bien! —gritó la joven.

Los guerreros, cuya curiosidad por lo que ocurría iba en aumento, se arremolinaban a su alrededor, y de nuevo Miku entró en acción. Cogió una hoja de un árbol y, después de limpiarla con la mano, se la acercó a los labios y, con una se*******ad que los hizo suspirar a todos, sonrió.

«¡Oh, Dios!, no debo mirarla…, no debo mirarla», pensó Luka. Pero su concentración al ver cómo todos observaban a su mujer se esfumó y erró el tiro.

—Punto para Miku —gritó Teto, emocionada, mientras reía por la debilidad de los guerreros ante los encantos y coqueteos de las mujeres.

—¡Mierda! —se quejó Luka. Sólo le quedaban dos tiros y aquella bruja la estaba hechizando con sus encantos.

De nuevo, Miku tiró y acertó.

—Punto para Miku, y sólo queda un tiro para cada una —dijo alterada, Teto.

Encrespada y malhumorada porque aquella pequeña bruja con sus artimañas le estuviera ganando lanzó el último tiro y erró, mientras Miku con una sonrisa socarrona tiró y ganó.

—Ganadora, Miku —sentenció Teto ante el desconcierto del resto de los guerreros.

Las mujeres, abrazadas, comenzaron a saltar, mientras Luka, molesta por haber sido derrotada ante sus guerreros, siseó a Len, que lo miraba con gesto divertido.

—Cambia esa expresión, o te juro que hoy tú y esa bruja dormís bajo algún lago.

—Lo que ordenéis, mi señora —contestó riendo el hombre.

Y cuando Luka iba a soltarle un puñetazo, oyó a sus espaldas.

—Esposa, ¿puedo ya cobrar mi premio?

Se volvió hacia ella y la observó. Estaba preciosa.

—De acuerdo. ¿Qué quieres? —preguntó con la boca seca.

Miku la Retadora comenzó a caminar con lentitud alrededor de Luka, hasta quedar de nuevo frente a ella. Se alzó de puntillas. Subió las manos hasta enredar sus dedos en el fino cabello de Luka para atraerla hacia ella. «¡Dios santo!», pensó, excitada. Y cuando su aliento y su cercanía consiguieron que Luka inspirara hondo y se estremeciera ante ella, la soltó y, acercándose a su amiga, que la miró tan desconcertada como Luka, dijo.

—Un abrazo de Teto es lo que más me apetece en este momento.

Luka, en ese instante, deseó ponerla sobre sus rodillas y azotarla. Aquella bruja con ojos del color del mar y piel como la seda había hecho lo mismo que ella el día en que pelearon con la espada. Pero al ver a sus guerreros sonreír y a ella mirarle con ese gesto de desafío en la mirada que tanto le gustaba, no pudo por menos que asentir y aceptar su derrota.

Mientras regresaban con la caza, los guerreros aún reían por lo ocurrido. Len y Teto cabalgaban juntos, y Miku se acercó a su esposa.

—Luka, debo parar un segundo con urgencia.

—¿Qué ocurre?

Molesta por tener que confesar aquello, susurró.

—Tengo una necesidad urgente.

—¿Tan urgente como para no poder llegar al campamento? —se mofó Luka.

Incrédula por la osadía de Luka, asintió.

—Sólo será un segundo. Te lo suplico.

Con una sonrisa en los labios, tras indicarle a Len que continuaran el camino, se desviaron. Al llegar a una arboleda, Miku se bajó con urgencia del caballo.

—No te alejes, tesoro —gritó su esposa con ironía.

Miku no quiso responder a aquella provocación, y se adentró en el bosque. Tras aliviar su urgencia, emprendió el regreso mientras oía rugir su estómago. Estaba hambrienta. De pronto notó que unas manos tiraban de ella y le tapaban la boca. Comenzando a patalear, Miku vio que se trataba de dos hombres. Por su apariencia sucia y desaliñada, podía haberlos confundido con dos de los salvajes de su esposa, pero no. Aquellos sujetos nada tenían que ver con los guerreros de Luka.

—¡Oh, qué tierna y sabrosa palomita hemos cazado hoy!

—Ni que lo digas.

En ese momento, el estómago de Miku volvió a rugir. Los hombres, sorprendidos, se miraron y sonrieron mientras le ataban las manos a la espalda.

—¡Vaya!, presiento que tienes tanta hambre como yo. —Y acercándose más a ella, el más alto siseó— Aunque yo más bien tengo hambre de lo que guardas entre tus bonitas piernas.

Miku abrió la boca y, con toda la fuerza del mundo, le mordió en la mano haciéndole gritar.

Aquel grito fue lo que alertó a Luka, que tras correr hacia donde ella había desaparecido y no verla, maldijo y se adentró en el bosque.

—¡Maldita sea! ¡Me ha mordido!

—Y más que te morderé como se te ocurra ponerme la mano encima. ¡Cerdo!

El hombre, con la mano dolorida, le dio un bofetón que la hizo caer hacia atrás.

—Cállate, o conseguirás que te mate antes de disfrutar de tu cuerpo.

—¡Qué me calle! ¡Ja!… Eso no os lo creéis vosotros ni borrachos.

Sufriendo a causa del tremendo mordisco que Luka le había dado en la mano, el hombre se volvió hacia su compañero y le exigió.

—Tápale la boca antes de que se la tape yo de una pedrada.

—No podrás —gritó Miku—. Suéltame las manos y veremos quién da la pedrada antes.

Con celeridad el otro sacó un trapo sucio y poniéndoselo en la boca la hizo callar. Luka llegó hasta ellos y, tras comprobar sin ser vista que sólo se trataba de dos bandidos, pensó qué hacer. Había dejado la espada en el caballo y no quería retroceder y perderlos de vista; por ello, sin más demora, salió a su paso.

—Creo, señores, que tenéis algo que me pertenece.

Miku suspiró, aliviada.

Los hombres, al ver aparecer a aquella individua de entre los árboles, se miraron con precaución.

—¿Qué tenemos que sea tuyo? —preguntó uno de ellos.

Tras un bostezo que a Miku se le antojó interminable, Luka respondió con desgana.

—La fiera a la que habéis cerrado la boca es mi insufrible esposa. Eso hizo reír a los villanos, pero a Miku no. —Y aunque a veces —continuó Luka— sienta ganas de matarla o cortarle el pescuezo por lo insoportable y problemática que es, no puedo, es mi querida esposa.

Miku, aún con el trapo en la boca, gruñó, pero ellos no le hicieron ni caso. Con un gesto agrio, el que había sido mordido por la mujer, preguntó.

—Si es tan insufrible, ¿por qué vienes a rescatarla?

Luka se rascó la cabeza y respondio con pesar.

—Porque me guste o no reconocerlo, todo lo que tiene de brava lo tiene de fiera en el lecho.

No pudiendo creer que hubiese dicho aquellas terribles palabras, Miku protestó y gesticuló, y Luka sonrió.

—La verdad es que es muy bonita —aseguró uno de los bandidos, pasándole la mano por los pechos—. Y su tacto parece ser muy suave.

Ver cómo aquel impresentable rozaba el pecho de Miku hizo que Luka se tensara. Nadie a excepción de ella cometía semejante osadía. Lo mataría. Pero manteniendo su imperturbabilidad, asintió.

—¡Oh, sí! Ella es muy suave. Tocad…, tocad. A mí no me importa —los animó para desconcierto de Miku.

En ese momento, a la joven le volvieron a rugir las tripas, y los hombres rieron, para su horror.

«¡Maldita sea mi hambre!».

—¿No te recuerda esta moza a Judith, la furcia de Portree? —dijo el bandido más alto a su compañero.

«¡Vaya…, qué suerte la mía!», pensó ella.

—Es verdad. Es pequeña, pero con cuerpo tentador —coincidió el otro, mirándola con deseo—. Y por su bravura, parece ser tan ardiente como Judith. ¡Oh, hermano!, cómo lo hemos pasado con ella bajo las mantas, ¿eh?

—¡Ni que lo digas! —asintió el otro, relamiéndose.

Miku intentó gritar. Mataría a Luka.

No quería que la compararan con una furcia, y menos conocer los detalles de aquella pecaminosa relación. Luka, comprendiendo que aquellos dos tenían menos cabeza que un bebé de teta, y sabedora de que con dos estocadas se los quitaría de encima, dijo para su regocijo y horror de su mujer.

—Si tanto os gusta mi ardiente esposa, os la cambio por algo que tengáis de valor. Estoy segura de que ella os hará olvidar a esa tal Judith cuando la tengáis bajo las mantas. —Al ver a su mujer poner los ojos en blanco, sonrió y prosiguió— Será una manera de no tener que soportarla, y así todos quedamos satisfechos. ¿Qué os parece?

«Te mato…, te mato, Megurine… De ésta te mato», pensó Miku, que no podía creer lo que Luka les había propuesto. ¿Cómo iba a dejar que se la llevaran?

Los hombres intercambiaron una mirada y asintieron.

—De acuerdo. La moza lo merece. ¿Por qué deseas cambiarla? —preguntó el más joven.

Miku, maldiciendo a través del trapo, gritó. Si esa id**ta descerebrada la cambiaba, que se preparara para cuando ella le encontrara. La despellejaría. Pero Luka, sin mirarla para aparentar dejadez, paseó la vista por las escasas pertenencias de aquellos hombres y propuso, señalando una de las dos espadas que estaban en el suelo.

—¿Qué os parece mi bella mujer por esa espada y unas tortas de avena?

«¿Tortas de avena? Torta es la que te voy a dar yo cuando te pille, Megurine», dijo para sí misma, cada vez más humillada.

Los gañanes, a cuál más tonto, tras mirarse asintieron, y con rapidez el más joven se acercó hasta la espada, la cogió junto a una bolsa de tortas de avena, y acercándose hasta Luka, se lo entregó todo.

Como si tuviera en sus manos una espada de acero damasquinado, Luka la miró con interés.

—Es una buena espada —dijo el hombre—. Se la robé a un inglés hace tiempo.

Es un buen cambio.

Luka dio un par de estocadas al aire y asintió. Entonces, con un movimiento rápido, cogió a aquel hombre del cuello y dándole un golpe con la empuñadura de la espada le hizo caer sin conocimiento al suelo. Sin darle tiempo al otro a reaccionar, le puso la punta de la espada en el cuello.

—Si en algo aprecias tu vida y la de tu hermano —amenazó—, ya puedes salir corriendo, y no regreses hasta que mi mujer y yo nos hayamos marchado, ¿me has entendido?

El tipo, sin ningún tipo de reparo, comenzó a correr despavorido sin mirar atrás.

Ya regresaría a por su hermano.

Una vez que quedaron solas con el hombre sin sentido tirada en el suelo, Luka se acercó a Miku con expresión burlona y le quitó la mordaza.

—¡Tortas de avena! —gritó, enfadada—. ¿Me ibas a cambiar por unas tortas de avena?

La highlander volvió a ponerle la mordaza, y ella gritó, deseando cortarle el pescuezo.

—Si vas a seguir aullando no te quito el bozal —rió, divertida. Segundos después, y un poco más calmada, Miku asintió, y Luka le quitó la mordaza.

—¡Tortas de avena! —exclamó—. Pensabas cambiarme por unas malditas tortas de avena.

Luka sonrió.

Era imposible no reír viéndola a ella y su gesto de indignación.

—Dicen que son muy nutritivas y que dan fuerza —masculló Luka mientras le desataba las manos.

Una vez liberada, Miku le miró con intención de protestar y cruzarle la cara por lo que le había hecho creer, pero al verle sonreír, también sonrió. Aquel entendimiento entre ambas fue tan fuerte que Luka la cogió por la cintura, la acercó hasta ella y la besó. Aunque tuvo que dejar de besarla al oír cómo de nuevo las tripas de ella rugían como un oso.

«¡Qué vergüenza, por Dios!», pensó al separarse de Luka y ver cómo la miraba.

—Creo…, creo que me llevaré unas tortas para el camino —susurró, confundida.

Luka, con gesto alegre, se agachó, cogió un paquete y se lo tiró mientras pensaba.

«Regresemos al campamento antes de que el hambre me entre a mí, y yo no me contente sólo con las tortas de avena».

Al día siguiente, tras pasar una noche en la que Luka apenas pudo dormir, observando en la semioscuridad de su tienda a su mujer, se levantó sin fuerzas. Día a día, la presencia y el carácter de Miku la consumían. Cuando no deseaba matarla o azotarla por los continuos líos en los que se metía, deseaba tomarla, arrancarle la ropa y hacerla suya. Pero se abstenía; intuía que si lo hacía, su perdición por ella sería total.

Cabalgó alejada de Miku gran parte de la mañana, hasta que finalmente pararon para comer. La joven se alegró porque aquello suponía la cercanía de Luka. Pero cuando vio que Luka se llevaba a la tonta de Cul a cazar con ella y sus hombres, deseó cogerla de los pelos y arrastrarla por todo el campamento. ¿Por qué le hacía eso? ¿Por qué la besaba con tanta pasión y luego ni la miraba? ¿Por qué se empeñaba en irse con aquella atolondrada en lugar de quedarse como Gakupo y Luki con sus mujeres?

Todas esas preguntas martilleaban una y otra vez la cabeza de Miku, hasta que el mal humor la atenazó. Pero no se quedaría mirando como una tonta. Si se quería ir con aquella boba que se marchara. Ella ya encontraría qué hacer. Con rapidez desmontó de Thor, y proponiéndose no pensar en el deseo que Luka le despertaba, sacó un cepillo y comenzó a cepillar al caballo con tal brío que, de seguir así dejaría sin un pelo al pobre Thor.

Tan abstraída estaba en sus pensamientos y el brioso cepillado que no notó que alguien se acercaba por detrás.

—Mi lady, acabamos de llegar del arroyo y…, y… queríamos que vierais el resultado.

Cuando Miku levantó la mirada para contestar, casi se cayó para atrás. Aquellos que estaban frente a ella eran SeeU y Alam, Alam que se había rasurado las espantosas barbas y se habían cortado el pelo, SeeU que se había lavado y peinado. Ante ella había dos nuevos guerreros, altos, guapos, de facciones fuertes y dueños de unos penetrantes y expresivos ojos azules y verdes, respectivamente.

—¡¿SeeU?! —preguntó.

—Sí, mi lady.

—¡¿Alam?! —volvió a preguntar.

—El mismo, señora —contestó, riendo.

Se quedó embobada con el cambio obrado en ellos, y luego, se emocionó.

—SeeU, no conozco a tu adorada Rin, pero si cuando te vea no cae rendida a tus pies, es que está totalmente ciega. —Y mirando al otro highlander, prosiguió— Alam, creo que alguien que no está muy lejos, cuando te vea, se va a quedar tan sorprendida como yo.

El highlander sonrió y, conmovido, se pasó la mano por la barbilla.

—¿Eso cree, mi lady? —se asombró el hombre.

—¡Oh, sí!, te lo puedo asegurar.

—¿De verdad creéis que así sabrá la linda Rin que existo? —dijo SeeU.

Miku asintió con alegría.

—Te lo aseguro, SeeU. Es más, si ella no se fija en ti, te garantizo que muchas otras mujeres lo harán.

En ese momento, Miku vio pasar a Teto y la llamó. Cuando ésta se acercó hasta ellos, le preguntó.

—Teto, conoces a todos los guerreros de mi esposa, ¿verdad?

Sin prestar atención a los highlanders que estaban junto a Miku la joven respondió.

—Sí, por suerte o por desgracia, tengo que lidiar muy a menudo con esa pandilla de salvajes. ¿Por qué? ¿Qué han hecho ahora? Pasmados por lo que la joven había dicho, los guerreros la miraron.

—¿Conoces a estos guerreros? —preguntó Miku.

Teto miró a aquellos guapos guerreros de pelo claro y pensó que si los hubiera visto con anterioridad los recordaría.

Por ello, tras observarlos, negó con la cabeza.

—Y si te digo que son SeeU y Alam, ¿qué dirías?

Asombrada, la muchacha volvió a clavar sus ojos en ellos.

—¿Sois vosotros? —preguntó.

Con una sonrisa incrédula por la expectación causada, asintieron.

—Sí, señorita Teto, soy SeeU.

—Y yo Alam; se lo aseguro.

Dando una palmada al aire, la chica, atónita, dio un paso atrás.

—¡Por todos los santos, estáis magníficos! —exclamó—. Pero… ¿cómo no habéis hecho esto antes? Sois unos guerreros muy agraciados.

Miku, contenta, les dijo.

—¿Lo veis? ¿Veis como las mujeres ahora sí que os admirarán?

Turbados, se encogieron de hombros. Nunca entenderían a las mujeres. En ese momento, se acercaron varios guerreros de Luka, y uno de ellos vociferó, mirando a su alrededor.

—¿Dónde demonios está SeeU? Llevo buscándola un buen rato y no la encuentro.

SeeU se volvió, extrañada porque no la hubiera reconocido.

—Estoy aquí, Vine, ¿estás ciego?

Los highlanders de largas barbas le miraron e, incrédulos, se acercaron a ella.

—¡Por las barbas de mi bisabuelo Holden! —clamó uno.

—Si no lo veo…, no lo creo —comentó otro al reconocer la risotada de Alam.

Muertas de risa, Miku y Teto eran testigos de cómo aquellos salvajes se aproximaban hasta los highlanders y los observaban patitiesos. Durante un buen rato, se divirtieron con las ocurrencias que decían y, por primera vez, Miku se sintió una más del grupo. Poco después, oyó que Johanna la llamaba. Se despidió de los guerreros y se encaminó hacia los niños. Todos jugaban juntos, excepto Gaia, que aún no se quería separar de su mamá.

—Tía Miku —dijo Johanna—, Oliver no cree que tú y mamá sois capaces de cabalgar sobre dos caballos, ya sabes, con un pie puesto en cada uno de ellos.

Ella sonrió.

Llevaban años sin practicar aquel loco juego y, mirando al niño, respondió.

—Oliver, eso era algo que tu tía Avanna y yo hacíamos hace tiempo. Ya no lo hacemos.

—¿Lo ves, listilla? —recriminó el niño mirando a su prima—. Tu madre y Miku son demasiado viejas para hacer ese tipo de cosas.

Se quedó petrificada por lo que aquel mocoso había dicho.

—¿Me has llamado vieja, Oliver? —le preguntó. El crío, al ver a la mujer con los brazos en jarras, se disculpó.

—No. Yo no…

—Sí, sí, te lo ha llamado —apostilló Johanna.

Oliver, abrumado por la mirada de tanta mujer, finalmente resopló.

—Vale, de acuerdo. Lo he dicho, pero ha sido sin querer. Aquella disculpa hizo reír a Miku, quien, tocándole la cabeza para revolverle el pelo, le dio a entender que no ocurría nada.

—No pasa nada, cielo; no te preocupes. Pero como consejo te diré que no llames nunca vieja a ninguna mujer, o tu vida será un in****no, ¿vale?

Con una sonrisa idéntica a la de su padre, Oliver asintió y se marchó.

—Mamidice que tú eres la mujer más valiente que conoce —dijo, chupándose un dedo Randa.

—¡Oh, no, cariño! ¡Avanna es más valiente que yo! Te lo puedo asegurar.

—Tía Miku, te voy a contar un secreto. Mi mamá aún hace lo de los caballos. Yo la he visto —cuchicheó Johanna, acercándose a ella.

—¿En serio? —preguntó, incrédula.

La pequeña asintió con un gesto de cabeza.

—¿Tu padre la ha visto hacerlo?

La niña, con expresión pícara, negó con rapidez, y se acercó a ella antes de susurrar.

—Papá se enfadaría mucho si viera las cosas que mamá hace con el caballo. Es un secreto entre nosotras; ella me enseña a hacerlo, y yo no se lo cuento a él.

—¡Ah, excelente secreto! —contestó, divertida, Miku, y Johanna se alejó corriendo tras su primo Oliver.

—Yo quiero aprender a montar a caballo para ser una gran guerrera como papá y la tía Luka —gritó la pequeña Randa con su pequeña espada de madera en la mano.

Miku, agachándose, la besó.

—Cuando crezcas un poquito más, tu mamá te enseñará todo lo que quieras. ¡Ya verás! —le aseguró.

La cría se sintió encantada, y rodeó con sus cortos bracitos el cuello de Miku y la besó. Ésta, complacida por aquella muestra de cariño, le hizo cosquillas, y Randa comenzó a reír a carcajadas. Tenía tantas cosquillas como Avanna.

Las risotadas de la pequeña atrajeron la mirada de Luka, que llegaba en ese momento de cazar. El rato que había estado separado de ella y en compañía de Cul le había hecho valorar de nuevo lo luchadora y divertida que era su esposa. Todo lo contrario a Cul, que cada día era más insulsa, blandengue y bobalicona, actitudes que Luka detestaba en una mujer.

Se apeó del caballo, caminó hasta un árbol y se apoyó en él. Desde allí estuvo observando cautivada a Miku mientras ésta jugaba con la pequeña Randa, hasta que apareció su hermano Luki.

—¿Qué tal la caza hoy? —preguntó.

—Bien. Casi una docena de conejos —respondió Luka, abstraída.

Luki, al ver el modo como su hermana miraba a su hija y a Miku, le susurró.

—¿Cuándo vas a dejar de evitar lo inevitable?

Consciente de lo que aquél había querido decir, Luka la miró ceñuda, y Luki, cabeceando, añadió.

—Esa mujer a la que miras como una boba babeante es tu esposa. Pero si no quieres perderla, deja de tontear con la Kasane.

—No tonteo con Cul.

—¿Estás segura que no tonteas con la Kasane? Porque siento decirte, hermana, que es lo que piensa todo el mundo y…

—Seguro que Avanna ya te ha ido con ese cuento, ¿verdad?

Molesto, Luki contestó.

—Avanna también se ha dado cuenta, pero no estoy hablando de eso. Te hablo de que todo el mundo comienza a murmurar. Te acabas de desposar con Miku y no es normal que te vayas de caza o pasees con la Kasane. —Al ver que su hermana no contestaba, inquirió—: ¿Te gustaría que Miku se marchara con otra persona de paseo por el bosque? Porque te recuerdo que tú lo haces ante ella y ante todos, y estoy seguro de que es para darle celos.

El cuerpo de Luka reaccionó a la regañina de su hermano y sacando pecho, le aseguró.

—Nunca lo hará por la cuenta que le trae.

—Escucha, ella…

Luka no le dio tiempo a terminar.

—En cuanto a lo de darle celos, no sé de lo que hablas. Cul sólo es una joven muy agradable.

Una gran risotada de Luki hizo que Luka lo mirara y gruñera.

—Deja ya de reír como un id**ta si no quieres que me enfade contigo.

Pero su hermano, dándole un golpe en la espalda, continuó riendo.

—¿De verdad tengo que creer que hubieras deseado un matrimonio con una mujer como la Kasane antes que con Miku?

—No.

—Lo sabía —contestó el highlander aún riendo mientras contemplaba cómo Avanna y Kaori disfrutaban juntas.

—Pero a veces me gustaría que fuera menos impetuosa, menos guerrera, menos…

—No digas tonterías —le cortó Luki—. Si algo te ha gustado siempre de ella es su manera de ser. A ti y a mí no nos gustan las mujercitas al uso que sólo cosen y visitan las abadías. A los Megurine nos atraen las mujeres con carácter, capaces de blandir una espada en defensa de los suyos, y dulces y apasionadas en la intimidad.

Luka sonrió, y Luki prosiguió.

—Hace algún tiempo una amiga… —dijo pensando en Lily Masuda— me comentó que nunca intentara domesticar ni cambiar a Avanna porque dejaría de ser ella. Y te puedo asegurar que aún le doy las gracias por esas palabras. Me gusta cómo es, aunque en ocasiones esa cabezonería suya me haga sentir ganas de matarla. Adoro su forma de ser. Me enloquecen nuestras peleas, y más aún nuestras reconciliaciones. Me apasiona verla disfrutar de la vida de nuestras hijas, de su locura y del amor. Y eso, hermana, no tiene precio.

Luka se sintió conmovida ante la franqueza de Luki y sonrió. Siempre había sabido que Avanna y su hermano estaban hechos el uno para el otro, y también sabía que Miku y su cuñada estaban cortadas por el mismo patrón. Eran dos guerreras.

—Vale, Luki, entiendo lo que me quieres decir, pero…

—No hay peros que valgan, Luka. Si realmente la quieres, ámala, y déjate de jueguecitos con Cul. Porque conociendo a Miku, tarde o temprano, ese juego te traerá problemas.

Una vez dicho eso, Luki le dio un golpe en el hombro y se dirigió hacia su mujer. Cuando llegó hasta ella la besó y, tras guiñarle un ojo a su hermana, que sonrió, se marchó a dar un paseo con ella.

Luka pensó en lo que Luki le había dicho. Su mujer le gustaba más que ninguna, pero se negaba a caer bajo el mismo influjo de amor en que su hermano o Gakupo habían caído. Sin saber por qué comenzó a andar hacia Miku. Ésta, sin advertir aún la presencia de su esposa, le dio un último beso a la pequeña Randa y la dejó en el suelo. La niña corrió dispuesta a pillar a su hermana y a su primo.

Con una cariñosa sonrisa en la boca, Miku los estaba viendo correr alrededor de los guerreros cuando la voz de Luka la sobresaltó.

—¿Has comido algo, esposa?

Volviéndose hacia ella, cambió su gesto. Aún estaba enfadada porque se hubiera marchado de caza con Cul y no le hubiera dicho nada a ella. Sólo pensar que aquélla la pudiera besar le ponía enferma. Aun así, con fingido disimulo, respondió.

—No. Todavía no he comido. Ahora lo haré.

Sin querer mirarla a los ojos, le rodeó para pasar por su lado, pero Luka la asió por la cintura.

—¿Qué te ocurre, Miku? —le preguntó.

—Nada. ¿Por qué? ¿Me tiene que pasar algo?

Clavando sus preciosos ojos en Miku, le susurró.

—Estaba deseando regresar para verte. ¿Tú no lo deseabas?

«Sinvergüenza, y por eso te has ido con Cul».

Incapaz de permanecer impasible le dio un pisotón, y Luka arrugó la cara.

—¡Oh, sí!, ya lo he visto, y por eso, en vez de decirme a mí que me fuera contigo de caza se lo has dicho a esa id**ta de Cul. ¿Qué pasa, Megurine, ella te regala sus favores cada vez que estáis solas?

«¡Maldición!, ¿por qué no me habré callado?», pensó nada más decirlo.

Oír aquello era lo último que esperaba y más tras la advertencia de Luki.

—Mi relación con Cul es…

Pero Miku no lo quería escuchar.

—No quiero hablar de esa mentecata, ni de vuestra relación, y tampoco me apetece hablar contigo. —Y poniéndose las manos en la cintura, murmuró—: Si ya lo decía Maika, cuando una esposa consigue su propósito luego no te vuelve a mirar. Y claro, tú ya has conseguido meter tus manazas bajo mi falda, y como has comprobado que lo que hay no te agrada, buscas tu placer en otras, ¿verdad?

Estupefacta, boquiabierta y sorprendida por lo que Miku decía, respondió.

—¿De qué demonios estás hablando, mujer?

—¿Mujer? ¿Ya vuelvo a ser ¡tu mujer!? ¡Maldita sea, pedazo de id**ta!, tenme un respeto.

«¡Por todos los santos! No se cansa de pelear», pensó, incrédula.

—¡Me vuelves loca! —gritó, sin embargo—. Eres insoportable, tesorito.

«Ya estamos con lo de tesorito», se dijo, más enfadada.

—Y tú, una majadera.

Sobrecogida por su reacción, resopló. Su intención al acercarse a ella era disfrutar de su compañía, pues era lo que más le apetecía; pero, como siempre, sus encuentros acababan en discusión. Por ello, malhumorada, sentenció.

—Si continúas insultándome ante mis guerreros, tendré que tomar medidas, ¿me has oído?

Cruzándose de brazos ante Luka, pateó el suelo y se mofó.

—¡Oh, claro que te he oído, esposa!

Cada vez más enfadada, la agarró por el brazo y comenzó a andar a grandes pasos ante la mirada atónita de todos.

—Pero, bueno, ¡suéltame! ¿Adónde me llevas?

—No te desboques, esposa, y respétame —voceó Luka.

Suspirando por aquel tono, se dispuso a presentar batalla.

—¡Oh, disculpad mi atrevimiento, esposísima mía!

Desde su altura, Luka la miró e inexplicablemente, incluso para sí misma, sonrió.

Tenerla asida de aquella forma, mientras olía el maravilloso perfume que emanaba frescura y se*******ad, la volvía loca. Le habría gustado gritarle que se acercaba a Cul para no sucumbir a sus encantos, pero eso le hubiera dejado desprotegida. Por ello, sin bajar la guardia, no respondió, y continuó caminando.

Luka fue hasta donde uno de los guerreros cocinaba. El estofado que removía en un gran caldero oscuro olía muy bien. El hombre llenó con rapidez dos cazos de estofado y se los entregó. Con una deslumbrante sonrisa, Miku se lo agradeció, y el cocinero, un muchacho joven del clan de Gakupo, asintió, complacido. Luka sintió celos y, sin soltarla del brazo, la llevó hasta un árbol, donde, sentándose en el suelo, la obligó a hacer lo mismo junto a ella. Sin mirarse ni hablarse, comenzaron a comer. En silencio, observaron cómo los niños jugaban. Johanna y Oliver chinchaban a la pequeña Randa, que espada de madera en mano corría tras ellos.

Inconscientemente, Luka, viendo a sus sobrinas, curvó los labios y sonrió.

—Los niños siempre me han gustado mucho, pero Johanna y Randa, esas dos preciosas damitas, me han robado el corazón.

El suave tono de voz que empleó al hablar de sus sobrinas enterneció a Miku, que la miró y se aguantó las ganas de tocarle el cabello cuando una ráfaga de aire se lo descolocó.

—Sí, creo que Luki y Avanna han tenido mucha suerte con sus hijas.

—Son dos niñas preciosas, y tan valientes como sus padres —aseguró Luka, soltando una carcajada al ver a la pequeña Randa tirarse como un muchacho contra su primo —. Randa, Johanna, Oliver, ¡os vais a hacer daño! —gritó, divertida.

El niño, levantándose, le dio una patada a su prima Johanna en el trasero, y echó a correr. Ésta, con el cejo fruncido, se levantó del suelo, se recogió las faldas y corrió tras él como alma que lleva el diablo. La pequeña Randa, mirando a su tía, le dedicó una sonrisa que habría derretido al mismísimo in****no. Después, gritó mientras corría tras los otros niños.

—Tía Luka…, yo soy una guerrera y los guerreros no se hacen daño.

—¡Vaya con la pequeña! —dijo Miku sonriendo.

—Son auténticas Megurine —apuntó con orgullo Luka.

—Disculpa, pero también son hijas de Avanna —concluyó ella. Curvando los labios, miró hacia donde estaban su hermano y Avanna, que reían en aquel momento.

—Tienes razón. Son hijas de ambos. Pero déjame decirte que esa pequeña mezcla de sangre inglesa que corre por las venas de mi loca cuñada es lo que tiene hechizado a mi hermano y a todo aquel que se cruza con ella. Y lo mismo digo de Kaori.

Miku sonrió.

Ella también tenía sangre inglesa, algo que Luka sabía, pero que había omitido comentar.

—Que Dios ampare a la persona que se enamore de cualquiera de mis sobrinas. Su vida será una auténtica batalla.

Aquella pequeña broma relajó el ambiente e hizo que se miraran con dulzura, pero fue tal el desconcierto que sintieron que con rapidez cambiaron de gesto y desviaron los ojos hacia otro lugar.

Cul, que pasaba junto a los pequeños acompañada de su sufrida criada, protestó al ver el polvo que los retoños levantaban con su extraño juego de guerra. Rápidamente, se alejó, horrorizada. No le gustaban los niños. Eso hizo reír a Miku. En ese momento, Avanna se acercó hasta sus hijas y su sobrino Oliver y, regañándoles por cómo se estaban ensuciando, los obligó a ir a la carreta para lavarse las manos antes de comer. Una vez que desaparecieron, Luka y Miku se quedaron en silencio, hasta que un chillido de Cul volvió a atraer su atención. La joven se había pinchado con la rama de un árbol en un dedo y gritaba angustiada.

—Si esa mujer es capaz de vivir donde tú vives yo lo soy también —cuchicheó Miku mientras sufría al ver cómo aquélla trataba a su pobre criada, que intentaba mirarle el dedo. Pero la caprichosa de Cul sólo miraba a Luka, pidiéndole ayuda.

Luka, sin embargo, hacía caso omiso; sólo tenía ojos para su mujer. Tenerla tan cerca le ofrecía un espectáculo increíble. Miku era un deleite para la vista. Su precioso y ondulado cabello turquesa, su aroma y su suave y claro pecho, que se movía al compás de su respiración, estaban consiguiendo que Luka se excitara como una id**ta.

Por ello, aclarándose la garganta, le dijo.

—Tengo que hablar contigo sobre lo que pasó hace unas noches, y también, sobre tu nuevo hogar.

—¿Sobre lo que pasó? —suspiró Miku—. Quiero que sepas que…

—Pero los grititos de Cul le hicieron callar y, mirando a su esposa, gruñó.

—¡Oh, Dios! Esa tonta es insoportable con sus grititos de jabalí en celo.

Luka retuvo una carcajada, consciente de que decía la verdad. Cul era insufrible, pero no queriendo darle la razón, la miró y con gesto ceñudo, sentenció.

—Sé educada, mujer. Cul es una dama y merece ser tratada con respeto. El que tú no tengas su delicadeza y su saber estar no te da derecho a hablar así de ella. Respeto, Miku; respeto.

Deseosa de decir todo lo que se le pasaba por la mente, resopló, y con la furia instalada en sus palabras, respondió.

—Mi señora, creo que vuestra amiga Cul demanda vuestra presencia. —Y mofándose, añadió— Pobrecita, se habrá clavado una espinita y necesitará de vuestra comprensión.

Aquel comentario, y en especial el tono, le hizo gracia, pero no cambió su expresión.

—¿A qué viene eso de mi señora? —preguntó.

—Me has pedido respeto y…

—Miku…, ¿quién es ahora la insoportable?

Dispuesta a no dar su brazo a torcer, respondió.

— Mi señora, acabáis de dejarme claro que yo debía…

—Lo que te he dejado muy claro es que no pienso permitir que te sigas comportando como lo hacías en Dunstaffnage. No pretendo que me ames con locura, pero sí que seas educada y te sepas comportar como mi mujer, o…

—¡¿O?! —le soltó, cada vez más molesta.

«Debo ser masoquista, pero me encanta cuando me mira así», pensó Luka, y prosiguió.

—O… tendré que volver a azotarte y enseñarte educación.

Miku intentó levantarse, pero Luka, sujetándola del brazo, no se lo permitió.

—Cuando esté hablando contigo me escucharás. Y hasta que yo no termine lo que estoy diciendo no te moverás, ¿entendido?

Miku le pellizcó en el brazo, y a pesar de que Luka sintió un dolor increíble, no la soltó.

—Miku, si no te comportas —murmuró entre dientes—, tendré que tomar medidas contra ese tosco e impertinente carácter de niña caprichosa que tienes.

Miku suspendió el pellizco y miró a su alrededor. Nadie las miraba. Y levantando el mentón, preguntó.

—¿Medidas? ¿Qué medidas tomarás?

Al ver que Luka no respondía, prosiguió sin ningún miedo.

—¿Pretendes lanzarme por algún acantilado, fustigarme o quemarme en una hoguera por caprichosa ante los bonitos e increíbles ojos de tu dulce dama Cul? Porque si es así te juro que lucharé por defenderme, aunque termine mu**ta y despedazada en cachitos. Y si ser una dama es ser y representar lo que es ella, me alegra escuchar de tu boca que soy todo lo contrario.

Enloquecida por besarla, la agarró del pelo con fuerza para atraerla más hacia ella y le siseó cerca de la boca.

—Miku, no me des ideas, por tu bien, y procura no enfadarme. Ya no soy la joven tonta que manejabas a tu antojo hace años. He cambiado, y hoy por hoy, cuando me enojan, soy capaz de cualquier cosa.

Aguantando el dolor, Miku bufó.

—Ya sé que haces cualquier cosa. Te has casado conmigo.

Finalmente, Luka llevó su boca hasta la de ella y la besó. Con deleite, le mordisqueó el labio inferior, hasta que la hizo abrir la boca y se la tomó. Sorprendida, intentó zafarse de ella, pero fue notar su dulce sabor y claudicar. Vibró al sentirse entre sus brazos. La deseaba. Pero entonces Luka se puso a reír, Miku se tensó y la magia desapareció. Pensó en darle un manotazo o pellizcarle en la herida que le había hecho en el brazo, pero el deseo irresistible que la embargaba le impidió razonar. Luka percibió su tensión, pero no la soltó, y le metió aún más la lengua en la boca, exigiendo que no parara. Para su satisfacción, al final Miku soltó un gemidito que la delató.

En ese momento, se comenzaron a oír aplausos y gritos de los guerreros.

Luka la liberó y se separó de ella para aceptar sonriendo las bravuconadas que sus guerreros les dedicaban. Humillada al sentirse el centro de atención en un momento tan íntimo, Miku cerró el puño para darle un golpe, pero Luka, mirándola, susurró.

—Si haces eso lo pagarás, tesorito.

Ella se refrenó.

—No me gusta que me trates ante todos como lo acabas de hacer, y menos que me llames así.

Tras una risotada que hizo que todos las miraran, Luka murmuró.

—Te llamaré y trataré como yo quiera, ¿entendido? Eres mi esposa, ¡mía! No lo olvides.

—Claro que no lo olvido. Me quisiste cambiar por tortas de avena.

—Al menos son nutritivas, y no dañinas como tú. —Y sin darle tiempo a contestar, añadió.

—Nunca olvides que soy tu dueña y te cambiaré por lo que quiera. No eres tan valiosa como Cul o cualquier otra dama. ¿Qué te has creído?

—¡Ojalá no estuviera aquí y mi vida fuera otra! ¡Ojalá pudiera dar marcha atrás a los días! De haberme casado con Shion, al menos habría sabido lo que podía esperar: muerte por as*****to. Pero ¿de ti?, ¿qué puedo esperar de ti, además de vejaciones y humillación? No te lo voy a consentir…, no. Y si tengo que acabar yo misma con mi vida, lo haré antes de que tú lo hagas. Te detesto, Luka. Te detesto tanto que no te lo puedes ni imaginar.

Dolorida y confundida por aquellas duras y terribles palabras la miró y, con gesto grave, sentenció.

—No me detestes, Miku; mejor tenme miedo. —Furiosa, la joven levantó la mano, pero al ver la mirada gélida de Luka y los guerreros, la bajó. Con una sonrisa maléfica, Luka se rascó el mentón—. A partir de hoy, cada vez que cometas un error en lo referente a mi persona, te cortaré un mechón de tu adorado pelo. —Miku blasfemó—. Y si continúas con tu irrespetuosa manera de ser, te encerraré en cualquier torreón oscuro hasta que consiga doblegar tu voluntad y estés tan asustada que no recuerdes ni cómo te llamas, ¿me has entendido?

No contestó. Se limitó a dirigirle una mirada glacial, y Luka continuó.

—Olvida lo que te dije sobre tener un heredero contigo. Tenías razón. Puedo tenerlo con cualquiera de las fulanas con las que me acuesto, y estoy segura de que me resultará más agradable y placentero. Eso sí, tú lo cuidarás y lo criarás como si se tratara de tu propio hijo. —Ofendida, no consiguió ni abrir la boca—. Y tranquila, lo que ocurrió aquella noche en la que te lanzaste sobre mí no volverá a ocurrir. Sólo te pediré algún que otro beso y exigiré alguna sonrisa para que la gente no murmure. Eras y eres un problema. Tu hermano y tu abuelo estaban convencidos de que terminarías en la horca tras matar a Shion, y no andaban desacertados —dijo, recordando lo que ella había comentado—. Y únicamente te diré una última cosa para aclarar nuestra situación. Si no permití que Lily se casara contigo, no fue porque sintiera algo por ti. No, no te equivoques, tesorito. Si me casé contigo fue porque le debía muchos favores a tu hermano y, casándome, he saldado todas mis cuentas con él de por vida.

—Eres despreciable —susurró Miku, respirando con dificultad.

—Sí, Miku, soy despreciable. Y para ti pretendo ser la más despreciable de toda Escocia, porque tenerte a mi lado es y será una carga muy difícil de llevar.

—Te odio —gimió al sentir que el corazón se le paralizaba.

Luka sonrió con maldad, pero todo era fachada. El corazón le palpitaba desbocado al ver el horror y el dolor en los ojos de Miku.

—Me alegra saber que me odias, tesoro mío, porque tú sólo serás la señora de mi hogar, no de mi vida ni de mi lecho. Mis gustos por las mujeres son otros —dijo, mirando a Cul de forma insinuante—. En una mujer me atraen dos cosas: la primera, su se*******ad, y la segunda, que sepa lo que me gusta en la cama. Y tú no cumples nada de lo que busco.

—Eres una hija de Satanás. ¿Cómo puedes ofenderme así? —Intentó abofetearle.

Con un rápido movimiento, Luka la detuvo y, sacándose la daga del cinto, le cortó un mechón del cabello. Miku gritó, y Luka, enseñándole el trofeo, siseó.

—Cuidado, Miku. Si no te controlas, te quedarás calva muy pronto.

Aquello era insoportable, y levantándose, furiosa, intentó andar, pero Luka le tiró de la falda y la hizo caer sobre ella. Asiéndola con rudeza entre sus brazos, la aprisionó y, sin darle tiempo a respirar, la besó. Pero esa vez Miku no gimió ni respondió. Instantes después, cuando Luka separó sus labios con una sonrisa triunfal, susurró.

—Estoy en mi derecho de tratarte y hacer contigo lo que quiera —dijo, enseñándole la daga que le había sacado de la bota—. No lo olvides, tesorito.

—Dame mi daga.

—No, ahora no. Quizá más tarde —respondió Luka, guardándola junto a la suya en su cinto.

Soltándola como quien suelta un fardo de heno, la dejó marchar justo en el momento en que comenzaba a llover. Con una fría sonrisa, la vio alejarse furiosa y enfadada. Intuía que maldecía aunque no la oía. En ese instante, Len llegó hasta ella.

—Mi señora, creo que deberíais venir un momento.

—¿Ahora? —preguntó, molesta.

—Sí, ahora. —Necesitaba que viera lo que ocurría entre sus guerreros.

Luka, volviéndose para mirar a su esposa, que desaparecía entonces tras unos árboles, gritó.

—Miku, sé buena, y no te metas en problemas.

Miku se paró y, de pronto poniéndose las manos en las caderas, dijo enfadada.

—No, tesorito, no te preocupes.

Al ver cómo se alejaba a grandes pasos, Luka suspiró. Se llevó el mechón de pelo a los labios y lo besó. Después, lo guardó y se marchó con Len a ver a sus guerreros.

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