Vinos "La Capilla" del Valle de Chorunga
Los vinos de Chorunga
Hace algunos años tomé la decisión de no volver a escribir más. Me sentía agotado, descontento, triste, pero sobre todo improductivo. Escribir, para mí, siempre fue un sufrimiento. Era frustrante y en algún momento pensé que daba tumbos en algún nivel del espectro disléxico (aún sigo creyéndolo) Finalmente, luego de varias tardes consumiéndome en mi propia frustración frente al monitor decidí optar por el mal menor: Dejar de escribir. No hubo una despedida pomposa. Como se hace con las cosas a las que se tiene cariño, pero sabemos que debemos de dejar, un día, solo un día, dejé de hacerlo.
Consideraba que el tiempo y las actividades laborales y domésticas terminarían por desaparecer aquel “enclenque” vició sin perspectivas que había adquirido en los tiempos de la U. Creía que si durante el día eludía el deseo de escribir este impulso terminaría por extraviarse en algún rincón de mis afectos. Eso creía y estaba dispuesto a aceptarlo como una verdad irreversible, hasta ayer. Ayer que luego de escuchar un podcast (de los mucho que estoy escuchando desde hace meses) caí en la cuenta de que esquivar algo (o a alguien) no es equivalente a desaparecerlo, y que huir no es una maniobra que se puede realizar para siempre, no sin sufrir daños colaterales.
Cuando terminé de escuchar aquel podcast casi empujado por algo así como una epifanía encendí mi computadora, fui a Word y escribí algo sobre unos pajaritos. Una tontería en realidad. Solo para saber si todavía me producía algún tipo de cosquilleo esto de relatar cosas y adivinen que, si lo sentí. Mientras dejaba que ese efecto narcótico se extendiera por todo mi cuerpo pude sentir el ardor en el c**o de otros dos correazos que la vida me daba para aleccionarme: Si te gusta escribir jamás dejarás de hacerlo, aunque no tengas monitor, papel, lápiz o teclado, incluso extremidades; y que es solo cuestión de tiempo para que las mentiras, incluso las que nos contamos a nosotros mismos, salgan a la luz.
En realidad, confirmando lo que dije líneas arriba nunca dejé de “escribir”. Cuando llega a mis oídos una anécdota de inmediato los engranes de mi imaginación se echan a andar. Es un ejercicio involuntario. Lo que hago es recrearla mentalmente y me concentro (o me abstraigo) en agregarle detalles que, según mi criterio, van a otorgar a la historia cualidades dignas de una antología literaria. Por lo menos así me parece cuando aún está en mi cabeza, hasta que intento trasladarlo todo al monitor y es ahí donde la isla paradisiaca donde retozo feliz es golpeada con brutalidad por cataclismos de ansiedad y de frustración que me dejan en un escenario de desolación absoluta. La luz azulina que proyecta la computadora en medio de aquello intensifica esta escena. Me convierto en un despojo después de haber ofrecido toda mi esencia vital.
Y entonces, porqué empezar a escribir ahora, se preguntarán ¿Por qué volver a atormentarme en este ejercicio vampiresco que drena mi tranquilidad una o dos veces por semana? Aquel Podcast que mencioné líneas arriba fue un punto de inflexión, pero está claro que hubo otras situaciones que cocinaban a fuego lento este impulso desde hace meses. Puedo mencionar tres de esas circunstancias que ahora mariposean desordenadas por mi cabeza: Primero porque, mal que bien, es uno de los pocos dones que a pesar de mi dificultad con la lectura he logrado perfeccionar y -pienso- tal vez sería pecado abandonarlo así, sin más, después de tanto, condenándome con esa acción malagradecida a una existencia sombría por el resto de mi vida; segundo, por qué siento que se lo debo a un tío que falleció sin cumplir sus sueños, un tío al que apreciaba mucho porque era el artista que siempre quise ser y no fui, y tercero, porque tengo tiempo, porque después de tropezar con la incertidumbre de mi salud (otra vez) he decidido darme una pausa para redescubrirme (para desenterrarme debería decir) y es en la escritura, por irónica que parezca, que he encontrado una suerte de desahogo balsámico. Ósea, yo tenía que escoger entre quedarme callado, pero en paz, o zambullirme en mi pequeña pesadilla literaria y enfrentarla, pero vivir. Escogí lo último acicateado por los podcasts y la imagen de mi tío. Hace tiempo escribí algunas líneas sobre el silencio y creo que calzan perfecta para colofón de este párrafo: …A pesar de todo, es en el desorden, la confusión y la bulla donde prospera la vida y no así en el silencio, ahí donde los trasatlánticos no tienen más remedio que naufragar…Perfecto.
Tengo un poco de pena por mi familia. Por un largo tiempo creyeron que alejado de ese sueño absurdo de la “escribidera” retomaría el camino de hombre “responsable” que alguna vez tuve; pero he descubierto que no tengo pasta de trabajador de oficina. Apenas si lo fui en algún momento. Con mi hijo creciendo sin su mamá me pregunto si es responsable serlo ¿En qué se convertiría un niño sin la presencia de sus dos papas? Me interrogo siempre ¿En un adolescente extraviado, en un adulto desganado o en un anciano solitario? Es una historia que se ha repetido en mi familia y tal vez está en mis manos interrumpirla de una vez y para siempre. No lo crean, yo también tengo pena, ya casi me sentía bien sin escuchar los adjetivos que ha escondidas mis familiares engarzaban como eslabones al costado de mi nombre: “vago” “pretencioso” “bueno para nada” “marica”. Pero siempre he creído que hacemos lo mejor con lo que nos toca y yo no estaba haciendo lo mejor con lo que tengo. No lo sentía. Tal vez debería contarles un poquito sobre mi tío para que me entiendan porque quiero escribir, dibujar, armar muebles, pasar la tarde con mis amigos y desgastar las zapatillas caminando. Tal vez debería contárselos…