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22/04/2023

La mejilla se apega al roble raído cual plastilina, ojos fijos en la hoja trozando los ajíes, las cebollas y un dientito de ajo. Al niño Han le gusta observar cómo las manos callosas de su abuela pueden transformar ese montón de verduras repugnantes en un platillo inolvidable. Ap***s el aroma de la salsa comienza a atestarle los sentidos, ya el bichito del hambre le ruge en el estómago anudado por la expectativa, y él empuña las manos pequeñas como signo de ansiedad. «Un poquito más, Han-ie», dirá la abuela, lectora consabida de sus expresiones infantiles. «Es que tengo hambre, abue», respuesta automática. Sabe qué viene. La mujer toma un pedazo de pan, zambulle la miga en la olla vaporosa y le ofrece al niño una probada como paliativo para una próxima rabieta. Así corona la paz por otro rato, hasta que debe subirse al banco lindando la mesada porque le han indicado su deber de poner la mesa. Y no importa cuánto esfuerzo requiera, este es su momento favorito del día. La abue cargando con la cacerola, esa línea enrulada montándose al aire, sendero aromático y familiero, de la comida como comunión de todo el amor que no pueden expresar. No saben cómo. No conocen de otros medios, otro lenguaje, sujetos desde siempre al mutismo emocional. La pasta casera compensa cualquier aflicción: su propia bandita hecha de harina, agua y huevo.


Para este otro Han no es diferente. Todavía entierra la cara en la mesa ajada por los años, pero esta vez se debe a la he***na tensándolo cual yunque después de la euforia. Siente la sangre cuajada dentro de las venas, la boca pastosa y seca, el seso desorbitado. Las manos arrugadas y duras por la artrosis de la abuela revuelven el caldo de pollo con diligencia: la vieja conoce la única forma de sacarlo del trance. Postrado, imagina que sonríe. El esfuerzo requerido al tironear las comisuras lo agota más de la cuenta, así que mejor balbucea.
—Gracias... —la nuca canosa le apunta a la cara, hace rato que la abuela no lo mira. No había notado lo encorvada que se ha vuelto.
—Cuándo aprenderás, Han. No puedes vivir así. ¿Cuándo aprenderás?

«Lo sé», piensa.
Lo único que brota de su boca es un bufido horripilante.
El cuenco de porcelana aterriza entre los brazos flácidos de Han. Con la última energía de sus huesos, la abuela le impulsa el torso ancho hacia el respaldo. Necesita sujetarlo, ¿tendrá cuerdas que lo enderecen? Una estaca para clavarlo fijo al suelo, a ver si por fin se reforma. El paño húmedo que ella ha preparado para esta situación le limpia el sudor de las sienes. Quiere decir que lo siente cuando atisba los frunces en la piel pecosa, la dificultad para moverse a través de la habitación diminuta. La abue ya no es más indestructible, pero sigue siendo su sostén. Han toma su mano helada, se la pone en los labios. La boca no le responde hasta que la primera cucharada de caldo le empapa las llagas, y recién entonces le besa el dorso. Ahora sí lo mira. La anciana le peina el cabello hacia atrás, entibia de a bocados el paladar mancillado por el alcohol. Porque ellos no saben de otros métodos, ni lenguaje, ni palabrerío: están unidos por las papilas y las tripas.

04/03/2023

Desde este punto en retroceso, no estoy seguro de qué clase de vida es la que he estado viviendo. Una limitada a existir por la mera razón de haber sido lanzado en una cuna, pegajoso e incipiente, sin potestad ni sesos para hacer más que llorar y cagarse. Una de yacer, simplemente, porque otros fueron demasiado tontos como para tomar las decisiones correctas. Vida robótica, de quien ha sido abierto y vaciado entero con un pico, alma y tripas, para lucir después un tórax flaco relleno de heno. Espantapájaros cuida-huesos, escondrijo de los débiles, el pimpollo de mamá.

De todo menos yo mismo.

Tú sabes, ahora que lo pienso, hay en mi reciente fascinación por despertar todos los días algo de búsqueda. Nunca quise a mis padres, no con la pasión usual de un niño, pero mi madre ayudó, en su inocencia servil, a la construcción de un propósito. Cada una de las veces que ella me llamó pimpollo (ciento veintidós), instaló en mí más la duda acrecentada con los años y la capacidad tan nueva de fisgonear ciertas definiciones: si ahora soy ésto, ¿qué seré después? Si un pimpollo es un vástago, un tallo fresco o un capullo de flor naciente, ¿entonces cuál será mi metamorfosis definitiva? Año a año, comencé a buscar una respuesta. O a esperarla, mejor, levantándome la camiseta entre recreos para ojearme las costillas y comprobar si es que entre ellas había crecido algún ramerío que me hiciera, de una vez por todas, verde.

A los diecisiete abandoné este seguimiento físico. Ya no era ningún Gregorio Samsa anhelando ser roble en lugar de bicho. Olvidé naturalmente aquel chispazo pueril motorizando mi vida, y con el olvido, claro, surgió el deseo imparable de ser mantillo.
Durante estos últimos años he funcionado en piloto automático, el apagón total de los sentidos fue una salvación (anatómica, al menos). Es gracioso, de alguna forma, que si me lo pides sea incapaz de narrar un día completo sin recurrir a los inventos. Podría adjudicarme peleas Helenísticas para justificar las cicatrices, decir que me han bañado por fracciones en el río Estigia.
Pero a nadie sensato le gusta la tragedia.

A los veinticuatro, después de haberme topado con un capullo creciendo fuera de la cúpula, recordé mi pasado. Ese día levanté, como cuando niño, la camiseta para mirarme las costillas pegándose a la piel. No encontré ramas, ni hojas, pero las marcas de tu boca enrollaban mis huesos igual que unas espinas; marcas nacidas del deseo sin coacción tercerizada. No es poca cosa. Por eso adquirí la costumbre de mirarme el cuerpo por largas horas. El colorado cruzaba mi carne como una daga, simulando enraizarse como el tallo virginal de alguna planta temerosa. Ocasionalmente, el néctar viscoso se mantenía pegado a mi vientre, tu savia amarga regándome la cepa. El pimpollo crudo abría sus costillas para hacerte un lugar en todo el tronco hueco.

04/03/2023

Inicia en el estómago, como un n**o ocho en línea. La sensación es similar a la de ser apuñalado. El dolor agudo escala por la faringe, deja las marcas de sus uñas y escapa por la boca en un primer sollozo de prueba. Aquí viene el micro-segundo de contemplación: ¿puedo o no retenerlo?, agarrar a la bestia de los pelos y meterla de nuevo a su jaula con triple candado. Suelo elegir no hacerlo. Es una decisión instintiva, la de permitir que la ponzoña se vuelque hasta regarme el pecho: no me ahoga, pero arde. Eso hasta que el llanto se transforma en ira, y la necesidad desgarradora de darme un navajazo en la tráquea empuja a la congoja fuera de escena. Porque soy un péndulo de histeria. He desatado el festival acuático del llanto por cosas tan estúpidas como la rotura de una media. He querido arrancarme los cuencos con cucharas llenas de herrumbre al no poder acabar de escribir una oración en menos de los cinco segundos auto-impuestos. He creído en la sombra insensata del abandono tras percibir un cambio mínimo de actitud en el otro, aunque la mayoría del tiempo sea solo mi cabeza planeando un boicot. ¿A dónde fuiste? ¿Con quién estás? ¿Por qué tardaste? Repetirá incesante la agujita del reloj. Cada segundo es otra duda. ¿Te aburriste de mí? ¿Ya no me quieres? Dime la verdad. Y el canturreo malherido cumplirá con su sentencia al ahuyentar la mínima virtud. Mamá me ha llamado psicótico, yo creo que no tengo otra opción. A veces, cuando me encuentro a mí mismo deseando normalidad con todas mis fuerzas, me pregunto cómo sería; no tengo parámetros con la que medirla, ni experiencias cercanas a la calma plena. Si pienso en serenidad, por obligación desalmada, también pienso en la muerte. Anhelada, pero temida al mismo tiempo. Intenté buscarla. En los ratitos mínimos de lucidez, como aquella tarde de julio previa a mi cumpleaños número diecinueve, entiendo que la necesidad subyacente a la tendencia suicida no es más que añoranza por vivir de otro modo. Recuerdo el suelo cubierto de sangre, el cuchillo de cortar carne y la mirada curiosa de Duque a los pies de la cama. Recuerdo llamar a mamá, llorarme la vida. Pedir perdón. ¿Perdón a quién? A Dios, a Duque, a mí, por no tener la valentía de romper el hilo. Acudí a misa con la ropa manchada de semen, drogado con relajantes musculares. Le conté al sacerdote de mi ascendencia mitológica. Señor, soy la hidra de mil cabezas, y cada una de ellas es una emoción cohabitando en este pecho rebosado en p***s. No puedo jugar a ser Hércules y cortarlas, pues se multiplicarán hasta dejarme tendido por todo el peso a cuestas. Estoy aquí, y si pudiera decir algo antes de arrodillarme, sería una advertencia: así es como soy, y nunca voy a cambiar.

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