But tell me, where is Fudō's missing sword?

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29/07/2023

Tú y yo somos algo menos que una asíntota. Lo supe antes de saberlo. Cuando comencé a andar y mis pasos emprendieron una diáspora al rechazo de tu naturaleza. Siempre me sentí como un extranjero en el manto de tu abrazo y Dios sabe que preferiría congelarme hasta el tuétano antes que ceder a tu sobreestímulo. Supongo yo que algunos de nosotros tenemos el pensamiento de muerte integrado en algún eslabón de la cadena genética. Enfermedad, lo llaman. A veces me gusta verlo como una especie de aceptación consciente, más allá de la imposibilidad de disfrutar las cosas buenas que puedes ofrecer. Me recuerdas al espejismo. Me recuerdas al síntoma post-ácido tras las trece horas que soy capaz de sumirme en la psicosis. Tú y yo avanzamos a través de líneas paralelas que no están destinadas a tocarse. Los amantes incompatibles y las discusiones de medianoche que terminan en un “no te quiero” dicho desde lo más profundo del odio y la amargura. No me mal entiendas. Yo no te desprecio, aunque parece que tú a mí sí. Eres esa gata que echó al olvido al más débil de sus cachorros porque era ciego y no valía la pena. Pensar en la justicia es sumergirme en la violenta y empujar contra los muros de mis propias creencias; nada es absolutamente bueno y nada es, tampoco, en totalidad malo. Todo es. Soy en función de lo que me ofreces y de lo que me arrebatas. Mío es el cuestionamiento y la lejanía; tuya, la burla indiferente. Tuyo es el humor negro con que haces brotar frutos al suelo para que se echen a perder y se transformen en pura mi**da. Nunca pude comprenderlo. Pero mío no es el entendimiento. A mí pertenecen las p***s, la angustia y el asco a uno mismo. A mí me corresponde la maldita forma oblicua que nunca, ni por obra de la fe ciega, te acompañará.

27/07/2023

Preservo el recuerdo de mi primer beso con el sabor de la culpa y una boca que no ha sido tocada por una menta durante, por lo menos, tres días seguidos. Me resulta imposible precisar, de estas tan desagradables memorias, detalles puntuales. Quién. Cómo. Cuándo. Dónde. Y sin embargo, la culpa me carcome los intestinos y asciende tragándome como un gusano de verdad absoluta e innegable: soy más montíc**o de mi**da y desperdicio que humano.

La primera vez que tuve s**o sucedió en un hotel de veintinueve dólares por cinco horas. Pienso en la inexperiencia y la poca vergüenza que sentí cuando mi cuerpo enclenque estuvo desnudo frente al espejo pese a que, aquel hombre tres años mayor que yo, era la primera persona después de mi madre que se presentaba frente a mis piernas peludas y mis huesos medio salidos y mi c**o plano y mis huevos notablemente asimétricos.

De esto tampoco recuerdo la gran cosa. Cuatro condones fallidos por culpa de una v***a que no conseguía levantarse y que, con su flacidez, hundía mi seguridad bajo la pobre justificación de un extraño que no tiene ni p**a idea de porqué no se le puede parar, pero que dice, con la voz bajita y los besos babosos sobre mi frente, que no es por mí porque, con todo y mi ingenuidad, estoy haciéndolo bien.

Malditamente bien para ser alguien que nunca ha cogido.

Me pregunto si existe una fórmula donde la constante responde al amor o la ilusión depositada sobre el otro. Y si es así, entonces, todo lo que hice con mis experiencias llamadas las número uno, fue echarlas al suelo y escupirlas y pisarlas y empujarlas al fango de los cerdos. O quizá no. Tal vez toda esta basura conjuga parte de la estratagema romántica que nos envuelve para mantenernos imbéciles esperando lo que nunca sucederá. Idealización.

Una vez, alguien me habló sobre el dolor de estómago que sintió cuando besó por primera vez. El mismo dolor que experimentas cuando el carrito de la montaña rusa encuentra la cumbre advirtiéndote que no puedes retroceder (qué explicación tan chocante y cliché). El mismo que sintió cuando, y lo dijo así, hizo el amor por primera vez con esa misma persona. Entonces, conocí la envidia y el dolor, la cólera, los celos, la pena y el abatimiento del ser uno y no otro; todo al mismo tiempo como varios golpes de conejo sobre el ring.

Uno tras otro.

Supe de arrepentimiento y el asco que produce pensarse con la vergüenza de un niño que ha orinado sobre sus pantalones grises en plena clase. Y la oscuridad de la tela entre mis piernas era una cascada interminable que desenbocaba hasta donde mis ojos alcanzaban a ver. La suela de mis zapatos brincando sutilmente sobre el charco de porqué se toman decisiones importantes tan precipitadamente en lugar de haber disfrutado, lenta y debidamente, las etapas de mi vida.

Pero, al final del día, lo único que alcanzaba a resolver, era que un aliento asqueroso era más soportable que el “hubiera” materializado en un orgasmo jamás alcanzado porque, tal vez, no estaba haciéndolo bien.

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